Editorial
Ver día anteriorJueves 12 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Guerra antidrogas: percepciones equívocas y compartidas
A

yer, a unas horas de que el director de la Inteligencia Nacional estadunidense, Dennis Blair, señaló que el gobierno mexicano ha perdido el control sobre parte de su territorio por la actividad de los cárteles de la droga, y de que el Departamento de Estado del país vecino afirmó que el negocio del narcotráfico en México involucra a unas 450 mil personas y genera ganancias que ascienden a 25 mil millones de dólares, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, respondió a tales señalamientos de manera desusadamente enérgica: demandó al gobierno de Barack Obama una actitud de colaboración en materia de combate al narcotráfico que se traduzca en una reducción eficaz del consumo y, desde luego, en el tráfico de drogas en ese país que, bien lo sabemos todos, no se explica sin la corrupción de las autoridades que en esos niveles permiten ese tráfico. Asimismo, enfatizó que minar el esfuerzo que hace el gobierno mexicano en la lucha por construir una región más segura es una irresponsabilidad con los ciudadanos de ambas naciones y es también un favor gratuito que se le hace al crimen.

Por su parte, el titular de la Secretaría de Gobernación, Fernando Gómez Mont, negó que exista porción del territorio alguna que escape a la autoridad del Estado, calificó de desafortunadas las críticas estadunidenses y señaló que tales afirmaciones obstaculizan la construcción de un clima confiable de colaboración para combatir al crimen organizado.

No tiene mucho sentido negar verdades evidentes, como que el gobierno mexicano ha perdido control de extensas zonas del territorio nacional y que el narcotráfico ha adquirido una notable dimensión en la economía mexicana –al punto de que actualmente emplea a cientos de miles de personas y mueve capitales estratosféricos–, pero no debiera omitirse en el debate en curso que las autoridades estadunidenses han sido igualmente incapaces de controlar el trasiego y la distribución de estupefacientes ilegales dentro de su propio territorio y se han mantenido renuentes a reconocer la operación de cárteles del narcotráfico en Estados Unidos, como si la vasta y compleja estructura que esas organizaciones han construido en todo el continente se interrumpiera mágicamente al cruzar el río Bravo y como si en la economía estadunidense no estuviera enraizado un vasto aparato de lavado de dinero que hace del narcotráfico una actividad altamente redituable.

Por lo demás, no puede negarse que la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado emprendida por el gobierno calderonista ha conducido al país a niveles inusitados de violencia –circunstancia que, según afirmó el propio Blair, se está volviendo un recordatorio de la situación en Colombia de hace una década–, pero ello se explica, en buena medida, por la falta de voluntad del gobierno de Washington para controlar las ventas de armamento de alto poder que es exportado a México, y no precisamente en contrabando hormiga a cargo de los migrantes, como se ha señalado en forma irresponsable y equívoca.

Actualmente, para colmo, las propias autoridades estadunidenses han promovido la aplicación de medidas que profundizan el ciclo de la violencia y propician atropellos adicionales al estado de derecho en los países en que se aplican: es obligado recordar, al respecto, las afirmaciones recientes del jefe del Estado Mayor Conjunto estadunidense, Michael Mullen, de que el Plan Colombia debe ser visto como un ejemplo para nuestro país, declaración improcedente si se toma en cuenta que ese acuerdo de asistencia militar se tradujo, en esa nación sudamericana, en pérdida de la soberanía, deterioro de los derechos humanos e incremento de la violencia, pero no en una reducción real de la producción y el trasiego de cocaína y otras drogas ilegales.

En suma, el intercambio declarativo entre Los Pinos y la Casa Blanca pone en relieve una pérdida de enfoque por ambos gobiernos en materia de combate al narcotráfico, la renuencia de las autoridades de los dos países a reconocer que los términos en que han emprendido la lucha contra los cárteles no tienen posibilidades de éxito, y una falta de comprensión compartida con respecto a las causas y la complejidad social de los fenómenos delictivos.