Opinión
Ver día anteriorJueves 19 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Estas ruinas que ves...
D

esde hace meses parece que en México sólo se producen malas noticias. Las dimensiones del crimen organizado, de la crisis financiera internacional y de sus repercusiones sobre la economía nacional son tales que superan con mucho nuestra capacidad de intervención para solucionarlos. Como éstos hay otros problemas que parecen igualmente intratables. No así los que plantea el funcionamiento del Instituto Federal Electoral (IFE), y tal vez precisamente porque está más a nuestro alcance, ha sido más vulnerable a nuestros tímidos ánimos reformistas, y a las componendas entre los partidos. La última reforma al Cofipe así lo prueba. En ella quedó bien establecido que las tres grandes maquinarias electorales que dominan el escenario político, PRI, PAN y PRD, se reparten entre ellas alegremente las instituciones, indiferentes al efecto destructivo de sus arreglos. Como evidencia de la acción perniciosa de los partidos sobre nuestra vida institucional, basta con mirar al IFE, que alguna vez fue motivo de orgullo para todos, y que hoy en día es causa de desazón cotidiana.

Con todo respeto, como diría mi clásico, la competencia profesional de los consejeros elegidos en 2007 estuvo en entredicho desde el principio, aunque las dudas nacían mucho más del método con que fueron elegidos que de una evaluación ponderada de su capacidad profesional. Su elección, o designación, como se quiera, fue el resultado de una negociación entre los partidos y desde entonces se despertaron suspicacias a propósito de para quién trabajan estos funcionarios. ¿Para el partido que los eligió? Peor todavía, ¿para un grupo de presión? O ¿para sí mismos? La verdad es que son muy pocos los que creen que los consejeros trabajan para el Estado mexicano, su verdadero patrón. Desafortunadamente, al igual que las comisiones reguladoras que proliferaron en los años 90, el IFE ha sido capturado por intereses particulares, y así ha quedado comprometida su calidad de árbitro imparcial.

La relevancia política de la autoridad electoral independiente era explicablemente mayúscula en los primeros momentos de la transición, es decir, cuando se fundó el instituto. Era necesario que acreditara su eficacia y el carácter indispensable de sus funciones centrales, que son la organización y administración de las elecciones. Sin embargo, era deseable que una vez establecida su identidad como una pieza definitiva de la estructura democrática del Estado, pasara al trasfondo del andamiaje político. Desafortunadamente, no ocurrió así. Al IFE se le atribuyeron funciones como el registro de electores, la impartición de cursos o la publicación de libros –y, ¿por qué no?, conciertos y tés danzantes–, que poco o nada tienen que ver con la administración de los comicios. Se empezó entonces a alimentar un elefante blanco que crece sin cesar. Este mismo desarrollo lo convirtió en un codiciado objeto para los políticos, que vieron en el IFE la gallina de los huevos de oro; porque no únicamente es un instrumento de influencia, sino que también cuenta con enormes recursos que en principio se justifican por la diversidad de las tareas que desempeña. No obstante, a ojos de la opinión pública ahora el instituto contribuye sobre todo a inflar los costos económicos de la democracia.

Igualmente indeseable es el desarrollo del IFE como actor político beligerante, que es un efecto de la partidización que nos hemos resignado a aceptar. Aunque también esta evolución puede ser consecuencia de la última reforma que atribuyó al instituto funciones de vigilancia y sanción que, como hemos visto recientemente, no tiene capacidad para ejercer. En el contexto actual, de debilidad del Estado y fortaleza de los partidos, el IFE tiene que apoyarse en estos últimos para tratar de cumplir con los objetivos que le dicta la ley. A partir de este recurso se establece una relación de dependencia entre el Consejo General y los partidos, que da al traste con la presunción de independencia de la autoridad electoral.

La movilización de los votantes y los partidos políticos fue el corazón del cambio que puso fin al autoritarismo. En ambos casos el IFE fue decisivo, primeramente porque generó confianza entre los electores y, luego, porque contribuyó a que los partidos se ejercitaran en el arte de la negociación. Sin embargo, este ejercicio ha seguido un rumbo perverso porque los partidos han perdido de vista que uno de sus objetivos más urgentes es la reconstrucción del Estado, que es una instancia irremplazable de la vida democrática. Lo que parecen no haber visto los partidos es que la destrucción del instituto también tendrá consecuencias severas para ellos mismos: sin árbitro confiable, sus relaciones estarán a merced de equilibrios de fuerza que son, por definición, coyunturales.

El IFE es hoy, admitámoslo, una ruina, grandota y compleja, pero ruina al fin; como lo demuestra el fallido aumento de sueldo que se habían autoasignado los consejeros. Esta decisión puso al descubierto el agotamiento de la autoridad moral del instituto que había sido su única fuerza política.