Opinión
Ver día anteriorDomingo 29 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 

El imitador

Mar de Historias
A

ntes sólo rentaba mi cuarto de azotea. Desde que Zully dejó de mandarme las remesas no tuve más remedio que alquilar una de las recámaras de mi departamento. Es amplio porque está en un edificio viejo, pero me parece que se ha reducido mucho desde que alojo a un huésped.

No iba yo a meter en mi casa a un desconocido, por eso le renté el cuarto a Anselmo. Lo conozco desde hace años, cuando empezó a trabajar en El Dandy, una sastrería en donde hacen trajes a la medida y alquilan ropa de etiqueta. En estos tiempos, ¿quién tiene dinero para esos lujos? ¡Nadie!

Como tantos otros negocios del rumbo, El Dandy perdió mucha clientela y su dueño despidió a dos sastres. Uno de ellos fue Anselmo. A su mujer y a sus dos hijos los mandó a Guadalajara con sus suegros mientras conseguía otro trabajo. Según él, iba a ser fácil porque, lo que sea de cada quien, corta muy bonito. Pero pasó el tiempo y ¡nada!

Una tarde nos encontramos por casualidad y me contó que estaba pensando en dejar su departamento porque le resultaba muy grande para él solo. ¡Qué buena excusa! Para mí, que su casera iba a echarlo por falta de pago. Le dije que precisamente yo estaba pensando en rentar un cuarto. Enseguida se interesó. Me dio gusto porque los mil quinientos que pensaba cobrarle iban a ser una ayudita económica para mí y además los dos íbamos a hacernos compañía.

II

La soledad es dura y más cuando uno está acostumbrado a vivir en familia. Eduardo murió en el 92 y todavía no me hago a la idea de ser viuda. El mundo se me vino encima cuando a mi hija Zully le dio por irse a Estados Unidos hace nueve años. Es mucho tiempo y sin embargo a veces salgo al zaguán para recibirla como cuando ella regresaba de la escuela.

Sin mis dos amores la vida se me volvió pesada, triste. Mis únicas salidas eran al trabajo: el consultorio de unos pedicuristas. Cuando empezó la crisis me despidieron sin indemnizarme. Entonces recordé lo que decía mi madre: mientras tengas tu máquina de coser no vas a sufrir miserias.

Decidí ponerme a coser ajeno, pero no sabía cómo conseguir clientela hasta que se me ocurrió tocar de puerta en puerta ofreciendo mis servicios. Gracias a Dios la gente me conoce y fueron cayéndome trabajitos. Con eso y con los 200 dólares mensuales que me mandaba Zully iba saliendo adelante.

Mi hija trabaja en una tienda que vende herramientas para jardinería. A seis dólares la hora le iba bien; pero con la situación tan mala le redujeron las jornadas y el salario. Empezó a mandarme sólo 150 dólares, después 70 y luego ni un centavo. Le dije que no se preocupara, que iba a alquilar nuestro cuarto de azotea pues sólo me servía para guardar tiliches.

No tardé en rentárselo a una señora que vende ropa usada en Tacubaya. Pero con los 800 pesos que me paga no la hacía: se me ocurrió alquilar una de las recámaras en mi departamento. Desde el principio pensé en dárselo a una persona conocida. Le doy gracias a Dios de que haya sido Anselmo.

Sólo las primeras semanas me pagó con puntualidad, después se fue retrasando y ahorita ya me debe cuatro meses porque no ha conseguido trabajo. Me consta que ha mandado por el Internet de la esquina un montón de solicitudes, pero hasta el momento de ninguna parte lo han llamado.

Lo que son las cosas: antes me preocupaba que él no consiguiera trabajo, que su deuda conmigo fuera creciendo y un día Anselmo se me hiciera ojo de hormiga sin pagármela. Ahora lo que me preocupa es que le salga chamba y se vaya: entonces otra vez dejaré de reír.

III

A los poquitos días de que Anselmo se mudó conmigo, varias veces pensé en decirle que me desocupara el cuarto. Después de tanto tiempo sola me resultaba muy difícil tenerlo siempre aquí, necesitar el baño y que él estuviera ocupándolo, meterme a la cocina y encontrármelo calentando agua para hacerse un café. No firmamos ningún contrato. Yo tenía derecho a cancelar nuestro arreglo. Si no lo hice fue porque me daba lástima verlo desempleado y sin su familia.

Un día me pidió autorización para que sus hijos le hablaran por teléfono. Al poco tiempo empezaron a llamarlo muchas personas. Siempre lo comunicaba con ellas porque me parecía que era gente interesada en ocuparlo. Por discreción me iba a la cocina para dejarlo hablar a gusto. Pero una tarde su conversación terminó a gritos: hazle como quieras, ¡pendejo!, no me asustas. ¿Y sabes qué? ¡Ahora menos te voy a pagar!

Cuando Anselmo colgó temblaba de furia. Me pidió que a partir de ese momento no lo comunicara con nadie, excepto con sus hijos. Me asusté y fui al grano: espero que no andes metido en alguna cosa de drogas. Me dijo que sí, pero no eran las drogas en las que yo pensaba, sino las deudas con tres bancos y varios tipos que le habían prestado dinero. ¿Cómo te encontraron?, le pregunté. El muy tonto dejó mi teléfono en El Dandy por si alguno de sus antiguos clientes lo buscaba.

La situación me molestó muchísimo. Le dije que de ninguna manera iba a dar la cara por él ni mucho menos a perder mi tiempo contestando sus llamadas. Me dejó hablando sola y se metió en su cuarto muy ofendido.

IV

A los pocos minutos sonó el teléfono. Era jueves y como Zully me llama los domingos, esperé hasta que Anselmo salió a contestar. Apagué mi máquina para oír lo que decía. Me extrañó su tono cascado cuando dijo: ¿Bueno?... No. Está usted llamando al albergue para ancianos Alborada. No tenga cuidado. Sonriendo, colgó. Al darse cuenta de que lo había oído, me dijo: ¿ves? A la gente le horrorizan los asilos. Aparte, ya no hay buenos hijos que se interesen por sus padres o sus abuelos. No entendí su broma.

Antes de que anocheciera salí a comprar el pan. Al volver oí a Anselmo hablando por teléfono: Pero che, ¡mirá que sos pelotudo! Ya te dije que aquí no vive ningún bacán que se llame, ¿cómo dijiste?: Anselmo Hurtado. Así que colgá nomás. Mi huésped se frotó las manos y soltó una carcajada.

Por lo visto él se estaba divirtiendo mucho, pero yo no y le pedí cuentas. Me quitó la bolsa de pan y la abrió, como siempre, muerto de hambre: no pasa nada, no te asustes, lo que hago es defenderme de esos buitres. ¿Cenamos?

Me sentía llena de curiosidad, pero no me atreví a investigar. Total, eran cosas de Anselmo, aunque viéndolo bien ni tanto, porque ya me estaban afectando. Cuando le serví el café salió con algo inesperado: de joven, ¿qué querías ser? Desde que me casé y tuve a Zully olvidé mi sueño de convertirme en doctora. Se lo dije y él levantó los hombros, como si se disculpara.

Nos quedamos callados hasta que Anselmo retomó la plática: ¿Sabes? Desde chico fui muy buen imitador. No sé de quién lo habré heredado. Cuando mis papás se iban a trabajar me dejaban a cargo de mis tres hermanos. Para entretenerlos encendíamos la tele y después yo imitaba a los locutores, a los cómicos, a los cantantes, a los comentaristas de deportes.

Para demostrarme que era verdad me cantó al estilo de Juanga, de Manzanero, de Vicente Fernández y Luismi. Si hubiera cerrado los ojos habría creído que esos figurones estaban en mi departamento. Cuando Anselmo terminó sus imitaciones le aplaudí y le recriminé que no hubiera aprovechado sus dones para convertirse en profesional.

Anselmo se rió con un gesto muy triste: yo aspiraba a eso, pero nunca pude lograrlo, y conste que le hice la lucha como loco. Iba a las estaciones de radio y televisión para ver si alguien quería oírme, pero ni quien me pelara. Mi papá se encabronaba de que perdiera mi tiempo en vez de ayudarlo en la cerería. Mi mamá, por el contrario, siempre me defendió: Pascual, deja que Anselmo busque una oportunidad. Tiene muchas facultades. Mi padre le respondía: olvídalo, fingir voces no le servirá de nada. Y bueno, acabé por darle la razón.

Su relato me puso triste, en cambio él de repente se alegró: la otra mañana me di cuenta de que mi viejo se equivocó a medias: imitar voces no me llevará a los grandes escenarios, pero al menos me permitirá quitarme de encima a tantas personas que me buscan porque les debo dinero.

V

El teléfono suena a cada instante y me alegro, porque cada vez que Anselmo contesta lo hace con una voz diferente: de anciano, de mujer, de niño, de gringo, de español, de argentino, de japonés, de lo que sea. Tengo que morder mi pañuelo cuando le dice a la persona que se equivocó, que está llamando a una funeraria, una embajada, un salón de masajes o a la Cámara de Diputados.

No debería celebrarle a Anselmo sus ocurrencias, pero se las perdono porque sé que el hombre no tiene dinero para cubrir sus deudas y que además hace sus imitaciones para que al menos me divierta y me ría un poco.