Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de marzo de 2009 Num: 734

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Encuentro iberoamericano de poesía Carlos Pellicer
JEREMÍAS MARQUINES

Dos poemas
KIKÍ DIMOULÁ

Veinticinco años larvados
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

Crónica de una migración El caso Querétaro
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA

Imagen de Julio Cortázar
IGNACIO SOLARES

Cortázar y la mermelda
EMILIANO BECERRIL

La literatura como un viaje emocional
JUAN MANUEL GARCÍA entrevista con SANTIAGO RONCAGLIOLO

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
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ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

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Hugo Gutiérrez Vega

LA PAUSA DE LA FIESTA

Lagos de Moreno recibía los rayos del sol de una mañana de agosto. La cantera rosa de su parroquia se encendía y los pájaros abandonaban los laureles de la plaza para regresar al campo. Los muchachos, con el rescoldo de los sueños todavía encendido, cumplíamos con desgano los ritos del aseo, tomábamos un desayuno rápido (café con leche y pan dulce) y, vestidos de estreno, salíamos a las calles de una ciudad que había roto su inalterable rutina para celebrar sus fiestas patronales. Todos sabemos que en nuestro país, como en la mayoría de los pueblos de nuestra América, la fiesta ocupa un lugar fundamental en la vida de las personas y es tomada con una seriedad mayor que la dedicada a las tareas económicas.

Recorrer las calles, sentarse a platicar en la plaza, hacer la peregrinación al templo de El Calvario ubicado en lo más alto de la ciudad, pasear por la plazas (los muchachos de un lado, las muchachas de otro) para intercambiar miradas intensas (generalmente se agotaban en su misma intensidad; rara vez pasaban más adelante); comer enchiladas con fruta en vinagre (jícama, membrillo, perón, zanahoria y chiles güeros o trompitos), tostadas de pata y sopes en el puesto de un jovial fondero conocido con el poco imaginativo apodo de el Prieto... estas eran algunas de las actividades que se cumplían con entusiasmo creciente. Son memorables los fieros cueritos de cerdo en vinagre y las tostadas hechas en la manteca de las carnitas.

Los bailes principales se llevaban a cabo en el patio de la Presidencia Municipal. Una de mis tías, defensora de las buenas costumbres, me confiaba a su hermosa hija para que la llevara a los bailes. Como López Velarde, yo sentía “calosfríos ignotos” cuando, por buscado accidente, nuestros muslos se juntaban, mientras la orquesta venida de León imitaba eficientemente a la famosa banda de Glen Miller. “Jarrito café” y, sobre todo “Stardust” eran los puntos culminantes de un baile que, al final, ponía a brincar con entusiasmo a los bailadores con un popurrí de música ranchera.

El último día de las fiestas se celebraba el famoso coleadero en el que competían los charros de Lagos (lugar donde se inició la charrería, según lo afirma José María Muriá) con los de La Chona, Teocaltiche, Jalos, Unión de San Antonio, San Julián (lugar famosos por sus hermosas mujeres y sus vigorosos caballos), Tepatitlán (recuerdo a los embigotados señores Barba), San Diego de Alejandría, Aguascalientes, San Luis, León, San Francisco del Rincón y más y más. Chirriaban las arciones de las sillas charras, las manos se aferraban a los rabos de la res, la polvareda se disipaba, la res caía al suelo dando grandes volteretas y el charro continuaba su galope saludando al público con su enorme sombrero. Las familias llevaban grandes ollas de mole colorado, arroz con chícharos y zanahorias y frijoles refritos o guisados. Las toritillas se compraban “recién hechecitas” a las alegres tortilleras que, desde muy temprano, empezaban a tortear la masa blanquísima y a echar las gordas que en el comal se inflaban y despedían un tufillo delicioso.

A lo lejos, el cerro tutelar, la Mesa Redonda, notable formación geológica, recordaba sus historias de cristeros federales y avioncitos de lona enviados por Saturnino Cedillo para combatir a los cristeros de la primera guerra. La segunda, decía mi abuela, fue ya el puro bandidaje. Ya había pasado el tiempo, pero las heridas todavía escocían y, en algunos pueblos, se cumplían las venganzas pendientes. Son notables las imágenes de los cristeros colgados de los postes de telégrafo que bordeaban las vías ferroviarias y no era extraño encontrarse con un “maestro socialista” desorejado por los feroces fundamentalistas.

La noche se asomaba por entre los riscos de la Sierra de Comanja cuando regresábamos a la ciudad. La fiesta había terminado y el futuro inmediato era la inalterable rutina y, para los muchachos, el constante deslumbramiento de unos días que nos entregaban su originalidad.

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