Opinión
Ver día anteriorJueves 2 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El miedo a gobernar
D

ice Carlos Arriola en un libro indispensable que el PAN tiene miedo a gobernar. Y tiene razón. Reflejo instintivo, corporal, antipolítico, digamos, tal temor es la marca inconfundible de su propio origen intelectual y moral. Surgido como reacción a la reforma cardenista, al nacimiento del partido confluyen en combinaciones discretas varias fuentes doctrinarias: las que provienen de la extenuante historia clasista de la derecha mexicana, frustrada una y otra vez en la fallida pretensión de elaborar un proyecto nacional genuino; la visión religiosa del mundo, interpretada a la luz de los experimentos falangistas de los años 30 y, finalmente, la asunción de la modernidad empresarial, como el paradigma de un cierto liberalismo conservador que se reclama democrático aunque rechaza a los políticos y los partidos. El nuevo partido (1939) pretende ser un actor alejado de la vieja clientela rural que, gracias al sinarquismo y la belicosidad eclesiástica, aún sueña con la utopía conservadora del Estado confesional; quiere menos comunidad natural y más individualismo; más empresa y menos Estado como fórmula para todo. Frente a la política social del gobierno reivindica las fórmulas de la caridad: aspira al bien común, pero defiende la propiedad privada y la democracia como si este binomio fuera un mandamiento religioso. No sin desgarraduras y fracturas internas, guerra fría de por medio, el viejo hispanismo católico se doblega ante la eficacia anticomunista de la democracia cristiana y toma nuevos aires del ejemplo bipartidista instalado en Estados Unidos. La ideología se encargará de transmutar la economía mixta y el autoritarismo de los gobiernos de la Revolución Mexicana en una suerte de socialismo involuntario, al que se le pueden extraer pingües concesiones bajo el imperio de una regla muy simple: atacar al sistema –y a los políticos– como la fuente de las mayores perversiones, pero sin cuestionar el poder arbitral del presidente, a menos que se trate de un juicio simbólico y acotado a la negociación posterior de los grupos de interés que lo animan. Abanderados de la lucha contra el presidencialismo, los panistas, llegado su turno, no saben con qué y cómo sustituirlo. Vamos, no están seguros de que sea necesario, más allá de la sustitución de personal y de valores, un cambio de régimen.

Pues bien, si me he permitido este largo circunloquio, estimulado por el ensayo de Arriola, es para recordar cómo el panismo sigue atado a esa suerte de melancolía antipolítica que es su sello de origen. No se entiende de otro modo el esfuerzo de su jefe nominal para reducir la contienda democrática a una terrible caricatura de la política sucia que se practica en otros países. La desnaturalización del adversario –su identificación con una amenaza a la sobrevivencia colectiva (un peligro para México)– no puede ser una arma legítima en ninguna democracia. Sin embargo, las recaídas en este juego, ahora a propósito de la guerra contra el narcotráfico, indican que estamos ante una estrategia electoral que, de tener éxito, acabará por romper los frágiles lazos que quedaban de la confianza ciudadana en el juego institucional, en la política. Y es que para el PAN de Vicente Fox y Felipe Calderón lo importante es ganar, aunque luego no sepan cómo o para qué gobernar.

Tales estrategias se corresponden a la visión que la derecha tiene de sí misma, como una corriente ajena al mundo político, donde los protagonistas son ciudadanos ilustres, puros, provenientes de la sociedad civil no contaminada, sin aspiraciones de poder. En Monterrey, el líder panista recordó, entre otros de aquellos ejemplos, a los que lanzaron una ofensiva contra el libro de texto único, pues, escribe, esa batalla cívica de una educación libre (sic) fue el primer paso de un Nuevo León en libertad. Sin libertad de educación no hay libertad democrática, y sin libertad democrática no hay libre asociación, libre empresa, libre manifestación de ideas y, mucho menos, autoridad legítima. Cualquiera diría que Germán terminaría planteando la reforma del tercero constitucional, la abolición del libro de texto gratuito o la incorporación de la enseñanza religiosa a las escuelas públicas o, al menos, respaldando el decálogo de pecados electorales reditado impunemente por el obispo morelense (que siguen siendo los temas de la derecha), pero no, el encendido fervorín tenía un objetivo más pichicato pero muy actual: denunciar al amateur aspirante priísta porque éste, siendo funcionario, incumplió con la tarea de reprimir a los tapados cuando éstos aparecieron en la urbe regiomontana, de lo cual el presidente del PAN deduce sin pruebas cierta complicidad de la autoridad política con el crimen organizado. ¿Exagero? ¿No es desgobierno que los delincuentes tomen las calles de Nuevo León en abierto desafío a la autoridad?, se queja (sin advertir el autogol nacional), para criticar a continuación que el aspirante priísta hubiera intentado una alianza con el Partido del Trabajo, un partido que quiere la nacionalización de las Afore, la renegociación del Tratado de Libre Comercio y la candidatura de López Obrador. Vaya, el diablo en persona.

El máximo responsable del partido en el gobierno pretende que esa forma de actuar sea considerada como una expresión de la democracia, cuando, en rigor, es la negación de la política. No ve contradicción alguna con el Presidente de la República cuando pide unidad nacional. Y a su manera acierta: ese es el viejo ideal de un gobierno paternalista y familiar, educado en el respeto a Dios y la autoridad.