Opinión
Ver día anteriorSábado 4 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Europa en tres tiempos
D

el imperio a la comunidad. En el siglo I a.C., después de las Guerras Púnicas y una vez derrotada Cartago, aparece entre los legisladores romanos la definición del imperio que terminará cobrando consenso en los siglos posteriores. En los textos de Tito Livio, por ejemplo, el imperio se define por todo lo que está contenido en el imperio mismo. Y aquello que no forma parte de él es todo lo que, en un tiempo predecible, está por ser incluido en sus fronteras. Esta irónica tautología describe a Roma con precisión casi matemática. Hacia el siglo V d.C. la idea de que la ciudad imperial no tenía límites se había convertido prácticamente en una vaga memoria. En rigor, quedaba poco o nada del viejo esplendor; los relatos de la época hablan incluso de un simple caserío. Su población se había diseminado, de la antigua urbe sólo permanecían ruinas dispersas. Como si el imperio nunca hubiera existido.

Y sin embargo, San Agustín se refiere a Roma, en La Ciudad de Dios, como si siguiera fungiendo en tanto que el centro del universo. Contrastada con el caserío en que había devenido Roma, las referencias del monje deben haberse escuchado como auténticas alucinaciones. En rigor, lo que Agustín codificó no fue la fisonomía de esa metaurbe, sino algo que acabó resultando mucho más poderoso con el paso del tiempo: no el imperio mismo, sino la idea del imperio. Entre los siglos V y XII no existe en Europa nada que se asemeje no digamos a Roma, sino a los intentos posteriores de dar forma imperial a ciertos reinos. Y sin embargo, la idea del imperio, sostenida y exaltada por la narrativa eclesiástica, fue lo suficientemente poderosa como para inspirar a la dinastía de los carolingios para emprender su primera edificación, digamos, física. Los dominios de Carlo Magno representan una confusa y vaga organización de los ingredientes que siglos después Castilla y Aragón transformarían en el primer gran imperio después de Roma: la corona española. A éste lo desplazarían (y lo seguirían) el vasto edificio levantado por la monarquía inglesa y el fallido intento de Federico II. Sin la idea del imperio, la fallida aventura de Napoleón sería inexplicable y acaso habría que reflexionar si el concepto de revolución mundial que, un siglo después, inspiró a los bolcheviques no tiene su sede en él. Después de la debacle de la pesadilla nazi del III Reich en 1945, ese antiguo fantasma fue sustituido por otro concepto radicalmente nuevo que le dio a Europa un sentido inédito de identidad: la comunidad. La Comunidad Europea es una entidad que lleva medio siglo construyéndose y que nadie sabe a ciencia cierta de qué tipo de formación social, política y jurídica se trata. Es obvio que ha acercado a los países europeos entre sí como nunca antes en su historia. Pero también es muy claro que es una estructura absolutamente vulnerable a las grandes crisis.

Cuando en días pasados Barack Obama llegó a la reunión del G-20, lo que encontró fue una Europa esencialmente escindida frente a la pregunta de qué hacer ante la depresión económica.

¿Regular o reformar? Como se ha señalado con bastante insistencia, el centro de la división europea reside en el desacuerdo en torno a las estrategias a seguir para remontar una implosión que apenas empieza a mostrar sus primeras facturas sociales. Alemania, Francia e Italia, entre otros países dirigidos por bloques conservadores, hacen énfasis en que la política anticrisis debe localizarse en la regulación del sistema financiero y no en la reforma de las estructuras que han distinguido hasta la fecha las relaciones entre lo público y lo privado. Estados Unidos, España e Inglaterra, cuyos gobiernos emanan de coaliciones con mayores compromisos sociales, hacen hincapié en que es la hora de reformular la relación entre el Estado y la sociedad, dando mucho más relevancia al orden de lo público. El resultado del desencuentro fue un acuerdo visiblemente limitado que revive a la entelequia del Fondo Monetario Internacional para asegurar que los mercados secundarios globales (como el mexicano, por ejemplo) puedan seguir adquiriendo productos e importancias a un nivel mínimo.

La muerte (no) accidental de un anarquista. El deceso de un activista altermundista frente a las puertas del G-20, así como los acontecimientos que conmovieron a Génova y Atenas hace algunos meses, hablan de la angustia que se expande en algunas franjas sobre todo de jóvenes europeos. Pero lo que realmente puede desatar la ira social de sectores mayoritarios en el viejo continente es el súbito desgaste del estado de derecho, que ha sido una de las piezas clave en el edificio de su equilibrio.

Cuando en Alemania, a una trabajadora de un almacén la envían a la cárcel por haber ocultado –ni siquiera robado– un euro, a pesar de todos los intentos de sus poderosas centrales sindicales por impedirlo, y a un inversionista que ha quebrado a centenares lo exoneran a través de procedimientos no convencionales, las cosas no andan bien. La nueva elite de gerentes que manejan la economía global parece lograr escapar a los poderes en los que se ha fincado la noción de justicia de esas sociedades. Un dato, sin duda, nuevo.