Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 5 de abril de 2009 Num: 735

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Partitura para La de Mí
GABRIEL LOPERA

Jardines bajo la lluvia
KOSTAS STERIÓPOULOS

De la Edad de Oro...

La fenomenología: la filosofía del siglo XX
ÁNGEL XOLOCOTZI YÁÑEZ

La necesidad de la fenomenología
(Dos fragmentos)
EDMUND HUSSERL

“Mi obra constituye un solo poema”
JAVIER GALINDO ULLOA entrevista con MARCO ANTONIO MONTES DE OCA

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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Mujeres soñaron caballos

I

Atisbamos, como espiando, una reunión familiar como otra cualquiera; llena de malentendidos, dobles sentidos y puyas ardientes por debajo de la mesa. Tres hermanos en pareja con tres mujeres contrastantes: la dama otoñal, la aspirante extraviada a artista, la que ve y registra mucho más de lo que quisiera ver y registrar. Hay ciertos elementos sutiles que incuban de a poco la idea de que una conflagración es inminente; algo en la disposición del espacio, en el ritmo, en los cambios brutales de tono, en la histeria aguda de ellas, en la neurosis acicalada de los tres hermanos. De a poco se nos proveen las claves anecdóticas que hacen que tomemos conciencia racional de lo que hasta entonces sólo hemos percibido intuitivamente: ese mundo que espiamos está por derrumbarse. Un negocio malogrado, el afloramiento de rencillas añejas, el esbozo carroñero de la traición.

Todo estalla. Podía preverse. De alguna manera, supimos siempre que estábamos ante la carrera inmutable de unos caballos desbocados hacia el voladero. Un final inevitable, que se acepta casi con resignación. Pero sin indiferencia: se esculpe de a poco el rostro hórrido de nuestra propia conciencia.

II


Juliana Muras

La obra de Daniel Veronese, estrenada en el Teatro El Galeón durante el Festival de México en el Centro Histórico, no es una disección de las estructuras familiares. Ni siquiera un estudio a fondo de los mecanismos de la violencia. Acaso sea más básica y por ende más contundente: es una mirada transversal a la miseria humana en estado elemental, puesta en escena en la estructura social que mejor nos representa en todos sentidos. Lo destacado es que esta premisa, ambiciosísima en sí misma, no haya sido expuesta mediante el artificio, sino que se desenvuelva ante nuestros ojos casi imperceptiblemente, que fluya inmanentemente durante la representación, al tiempo que empatizamos o rechazamos a los caracteres, nos involucramos con un relato diáfano y vigoroso, nos afectamos por la consolidación paulatina del suspenso y de la tensión. Juegos todos, sí, trucos en el sentido oidano del término. Pero al final de cuentas los trucos más viejos y más caros y más efectivos del teatro: extrapolar ciertos elementos de la realidad, reconfigurarlos rigurosa y poéticamente, exponerlos luego ajustándose a las leyes de la escena. Veronese juega al viejo juego del teatro y ofrece una puesta modélica en su sencillez, claridad y austeridad. Perentoria cuando hay quien cree, e incluso defiende y enarbola, que el teatro nacional debe ataviarse con las ropas del artificio y la simulación para aspirar a ser paradigmático.

III

Hay otro aspecto que, aunque pareciera periférico, en realidad reviste una importancia capital. Se trata de lo que José Juan Tablada, cuando hablaba de la marihuana, llamó la universalización del incidente, y que en Veronese tiene que ver con su manejo de la simultaneidad, signo distintivo de sus últimas puestas. Resulta admirable desde luego su habilidad formal para superponer y hacer coincidir escenas y diálogos sin que perdamos un solo detalle de todo cuanto sucede. Pero lo fundamental es que en este signo radica una de las metáforas más poderosas de su teatro: esa simultaneidad no es la del efecto escénico, la del entramado dramatúrgico, la de la orquestación coreográfica con el elenco. Es mejor la corroboración simbólica de que el teatro, si desea conservar poderío y vigencia, habrá de hacerlo mediante la universalización ligera de esas sinécdoques que, como la simultaneidad, nos retratan tan fidedignamente en nuestras contradicciones y demonios pese a su supuesta intrascendencia. Acaso Veronese tenga claro ya que en esta simpleza de ciertas cosas suelen subyacer los gestos de nuestra desgracia más recóndita.

IV

Mujeres soñaron caballos ofrece además el desempeño uniforme del reparto (Arturo Ríos, Arturo Barba, Rosa María Bianchi, Sophie Alexander Katz, Antonio Vega y Ana Zavala), la demostración de que la claridad de un estilo de escritura no se contrapone con ninguna aspiración lírica. Y también de que el hecho escénico, bien visto, es emoción pura: uno sale de la sala con la sensación de haber recibido una ráfaga de metralla en el pecho. Y sería acaso saludable que eso pudiera ser apreciado cabalmente, cuando se sufre tanto con el teatro anestesiado que infesta nuestra cartelera.