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Un absurdo: el Estado fallido
L

a primera mención de un Estado fallido la hallé en un discurso de Madeleine Albright, secretaria de Estado del presidente Bill Clinton, que, en 1999, habla de estados fallidos y adelanta dos ejemplos conocidos: Somalia y Pakistán, carentes de un poder central y del dominio íntegro de su territorio y, al mismo tiempo, capaces de tolerar la privatización de la violencia. Madeleine Albright añadía “un grupo de estados africanos que nunca aprendieron nada sobre la soberanía en un sentido moderno –el incuestionable control militar sobre sus fronteras, una administración vigente en todo su territorio y la confianza de los ciudadanos en el Estado”.

Según Albright, al Estado fallido lo caracteriza sobre todo la pérdida del control del proceso de integración geográfica. Si los estados modernos surgen gracias a un proceso de integración, un Estado que ya no domina su territorio pierde una gran parte de la ayuda de su población, disminuye la recaudación de impuestos y ve cerrarse la llave de los principales ingresos. A veces, el poder central no garantiza formas confiables de los ingresos fiscales y entonces contrata agencias privadas, que retienen una parte de recaudación y el ejemplo es la Europa del siglo XVIII.

En New & Old Wars: organized violence in a global era (Nuevas y viejas guerras: la violencia organizada en la época de la globalización), Mary Kaldor señala: “En lugar de los obedientes secretarios del Partido Comunista de Uzbekistán o de la república de Ucrania, ahora surgen estados fallidos como la Federación de Yugoslavia, que después de muchos años de una guerra sangrienta desapareció del mapa, o, sin duda, los territorios dominados por los señores de la guerra africanos o asiáticos que hunden a sus países en el terror.

El Estado, indica Max Weber, detenta el monopolio de la violencia legítima y además se preocupa siempre por la seguridad de sus miembros, la gobernabilidad de sus instituciones y su crecimiento económico y social. Así, algunos estados fallan al rendirse a la privatización de la violencia y, por eso, aunque las rebeliones terminan con frecuencia en múltiples ocasiones en baños de sangre, los historiadores rehabilitan a los  desheredados y les hacen justicia.

Los mercaderes de la violencia de nuestros días no son los habitantes del siglo XVI, ni mucho menos los miembros de las guerrillas clásicas de la década de 1960 del siglo XX. La privatización de la violencia no necesita del aval del Estado y por eso, en octubre de 2002, el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, le indica a Hu Jintao, presidente de China: No podemos darnos el lujo de otro Estado fallido como Afganistán. De esta manera Annan se refiere al periodo durante el cual ese país era la guarida del terrorismo internacional.

Los estados fallidos, escribe Chomsky, son aquellos que carecen de capacidad o voluntad para proteger a sus ciudadanos de la violencia y quizás incluso la destrucción y se consideran más allá del alcance del derecho nacional o internacional. Y su grave déficit democrático priva a sus instituciones de auténtica sustancia.

El 18 de mayo de 2004, Mary Kaldor publica un mapa donde divide en dos categorías los estados al sur del Sahara. La primera abarca los estados que funcionan y son todavía gobernables. Entre ellos: la República de Sudáfrica, Botsuana y Nambia y Zimbabue. Al incluir también a Zimbabue, la cartografía de sus estados no fallidos, la señora Kaldor no es muy estricta. Robert Mugabe, el presidente de Zimbabue, emprende la privatización de la violencia desde arriba en Timor Oriental o en la Serbia de Slodovan Milosevic. Sus veteranos de guerra, la mayoría soldados niños, no mayores de 12 años, son asesinos implacables y se deleitan con la violencia de una manera no ejercida siquiera por la policía o el ejército. Ghana y Gabón –cuyo presidente desde 1967, El Hadj Omar Bongo Ondimba (antes se llamó Albert-Bernard Bongo), es el gobernante más longevo de África.

“En Somalia, Sudan, Burundi, Angola, Chad, Liberia, Sierra Leona, así como en la República de África Central o los dos Congos, el poder del Estado ha desaparecido –escribe Kaldor en 2004, y en esas sociedades no existe ningún derecho o ley; ningún ciudadano paga impuestos fiscales, ni cuenta con un sistema de salud, ni mucho menos con uno educativo. La seguridad de los habitantes de estos países dejó de existir desde hace mucho tiempo. Se trata de entidades caóticas e ingobernables”. 

Si el fracaso de un Estado se prolonga durante largo tiempo –y además de un modo irreversible–, vale la pena preguntarse por las causas del desastre. En la mayoría de los casos el denominador común es la pobreza. En la Privatización de la política internacional (2006), Bernd Ludermann ve en las fragilidades de los estados fallidos la causa y, al mismo tiempo, la consecuencia de su miseria económica. Hace más de cincuenta años sabíamos que en un Estado débil y en quiebra, el desarrollo económico no tiene la menor oportunidad.

Liberia, el mayor de los estados fallidos, se aproxima a su desaparición: “En Liberia se constituyó el primer apartheid de África, y a lo largo de toda su historia la opresión, exclusión, represión, gobiernos dictatoriales, conflictos armados, revoluciones y magnicidios fueron moneda corriente”, escribe Mary Kaldor. Los señores de la guerra liberianos se dedicaron a financiar grupos armados para mantener el poder y la riqueza personal, profundizando así los conflictos, en lugar de establecerse como gobernantes en pos del bien común. Liberia es un país en la costa oeste de África ubicado junto a Sierra Leona y Costa de Marfil, y se ha visto inmerso en dos guerras civiles recientes (1989-1996) y (1999-2003) que han costado la vida a más de 200 mil personas, desplazando a cientos de miles de sus ciudadanos y devastando su economía. México no es, desde luego, Liberia. El Estado mexicano no es un estado fallido, tiene otra historia y ha sobrevivido a innumerables obstáculos que atentaron contra su propia existencia.