Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La Gran crisis
A

bismarse en la crisis de sobreproducción, sobre todo hoy que enfrentamos una poliédrica debacle civilizatoria, es una forma de dejarse llevar por la dictadura de la economía propia del capitalismo, es una manifestación más de los poderes fetichistas de la mercancía, pero en este caso disfrazada de pensamiento crítico, aunque también es un ejemplo de imprudente autosuficiencia disciplinaria.

Y no es que el análisis económico no proceda, al contrario, es necesarísimo, siempre y cuando se reconozca que se trata de un pensamiento instrumental, una reflexión siempre pertinente pero que no suple al discurso radicalmente contestatario que la magnitud de la crisis demanda. Y en esto sigo a Marx, el padre de gran parte de la teoría económica crítica. El autor del El capital consideraba fundamental el descubrimiento de la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, pues en ella el capitalismo encuentra su límite, su relatividad, el hecho de que este tipo de producción no es un régimen absoluto, sino un régimen puramente histórico, un sistema de producción que corresponde a una cierta época (Carlos Marx, El capital, p. 256). Pero para él esto no significaba que el capitalismo será llevado a su límite histórico por obra de dicha contradicción. Y es que este límite “se revela aquí de un modo puramente económico –escribe Marx–, es decir, desde el punto de vista burgués, dentro de los horizontes de la inteligencia capitalista, desde el punto de vista de la producción capitalista misma” (Carlos Marx, ibid).

Contradicciones endógenas y contradicciones exógenas. El riesgo está en que la erosión que el capital ejerce periódicamente sobre el propio capital oscurezca la devastación que ejerce permanentemente sobre la sociedad y sobre la naturaleza; en que el debate acerca de las contradicciones internas del mercantilismo absoluto relegue la discusión sobre sus contradicciones externas.

Tensiones verificables en una ciencia sofisticada pero reduccionista y una tecnología poderosa pero insostenible, en el compulsivo y contaminante consumo energético, en el irracional y paralizante empleo del espacio y el tiempo, en la corrosión de los recursos naturales y la biodiversidad pero también de las sociedades tradicionales y de sus culturas, en una exclusión económico-social que rebasa con mucho el proverbial ejército industrial de reserva, en estampidas poblacionales que no pueden justificarse como virtuoso autoajuste del mercado de trabajo. Todos ellos, desastres exógenos a los que se añaden desgarriates directamente asociados con la explotación económica del trabajo por el capital, como las abismales y crecientes diferencias sociales; además de los ramalazos provenientes de los periódicos estrangulamientos económicos, tales como la desvalorización y destrucción de la capacidad productiva excedente –lo que incluye a los medios de producción pero también al trabajo–, la aniquilación del ahorro y el patrimonio de las personas, etcétera.

Pero todas estas no son más que manifestaciones de la irracionalidad sustantiva, del pecado original del gran dinero; de la voltereta por la cual el mercado dejó de ser un medio para devenir fin en sí mismo; del revolcón por el que el valor de cambio se impuso al valor de uso y la cantidad a la calidad. Un vuelco trascendente por el que el trabajo muerto se montó sobre el trabajo vivo y las cosas acogotaron al hombre. Una inversión civilizatoria por la que el futuro fetichizado sustituyó al pasado como único dotador de sentido y el mito del progreso nos unció a la historia, como bueyes a una carreta.

Mercantilizando lo que no. A mediados del siglo pasado Karl Polanyi (La gran transformación, Fondo de Cultura Económica, México, 2003) sostuvo que la capacidad destructiva del molino satánico capitalista radica en que su irrefrenable compulsión lucrativa lo lleva a tratar como mercancías al hombre y la naturaleza –que proverbialmente no lo son– pero también al dinero, que en rigor es un medio de pago y no un producto entre otros. La primera conversión perversa conduce a la devastación de la sociedad y de los ecosistemas, la segunda desemboca en un mercado financiero sobredimensionado y especulativo que tiende a imponerse sobre la economía real. Años después, otros hemos abundado sobre la contradicción externa que supone la transformación del hombre y la naturaleza en mercancías ficticias (James O’Connor, Causas naturales; ensayos de marxismo ecológico, Siglo XXI, México, 2001, pp. 191-212; Armando Bartra, El hombre de hierro; límites sociales y naturales del capital, Editorial Itaca, UAM-UACM, México, 2008, pp. 79, 80).