Sociedad y Justicia
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Papeles

Mar de Historias
M

iguel se dirige al mercado en compañía de su nieto Kevin. Lo enorgullece que el niño perciba el respeto y la admiración con que sus vecinos lo saludan. Lo conocen desde que era niño y acompañaba a su padre a la representación del Vía Crucis. Con el tiempo él mismo se incorporó al cuadro de actores y desempeñó distintos papeles: desde comparsa hasta Herodes, Pilatos, Gestas. Cuatro años seguidos tuvo el privilegio de representar a Jesucristo.

El matrimonio con Ana Luisa lo llevó a renunciar a ese privilegio, pero siguió participando en las escenificaciones de Semana Santa. Ha encarnado a distintos personajes, excepto a Judas. La edad y un accidente de trabajo que le afectó la espalda lo han limitado al rol de centurión.

Después del Viernes Santo guarda su atuendo en una caja que nadie tiene permiso de tocar. Quiere que el casco y el pectoral estén en perfectas condiciones para el día en que su nieto mayor, Kevin, decida seguir sus pasos fortaleciendo una tradición que prestigia al pueblo y atrae infinidad de turistas. El hotel Bugambilias es insuficiente para alojarlos. Durante la Semana Mayor las casas se convierten en hostales, los patios en estacionamiento y los garajes en fondas.

Mientras caminan por la avenida Hidalgo no faltan los conocidos que se acerquen para felicitarlos: a Miguel por su notable desempeño como centurión y a Kevin por tener un abuelo tan distinguido. Cuando le preguntan si de grande quiere parecerse a él, Kevin inclina la cabeza y mira su pie calzado con un zapato ortopédico. Miguel interpreta su gesto y le sugiere responder que sí: en cuanto el médico se lo permita se incorporará al cuadro de actores.

El resto del camino Miguel se la pasa diciéndole a su nieto que la deformidad de su pie no es incorregible y aunque así fuera él podrá actuar durante la Semana Santa. ¿Para qué?, le pregunta el niño con desidia. Pues para que un día tus nietos se sientan orgullosos de ti. El tema hace sonrojar a Kevin.

II

A la entrada del mercado un grupo de mujeres comenta su vía crucis por la falta de agua durante la Semana Mayor. Una dice que aún no se repone de la fatiga que le ocasionó haber acarreado tantas cubetas de agua desde las gasolineras hasta su casa. Otra se frota un hombro: lo tengo deschavetado. Hace cuatro meses que en la colonia las llaves están secas y hemos tenido que ir a buscar el agua hasta el otro lado de la carretera.

La vendedora de fruta se suma a la conversación: ¡lo peor fue el relajo! Primero nos avisaron que nos íbamos a quedar sin agua 36 horas, después que dos días, luego que cinco, y ahora nos salen con que ya mero nos la devuelven. La marchanta que se acerca con una bolsa bajo el brazo interviene: “todo el mundo se espantó. El viernes quise comprarle unas cubetas al Güero y ya no le quedaba ni una. No tuve más remedio que ir al súper, en donde me las vendieron carísimas. Me alcanzó nada más para cuatro. Lo bueno es que el de la refaccionaria me regaló unas latas vacías. Las llené, pero no me atrevo a gastarlas y ya tengo el montonal de platos sucios y un mosquerío. A ver si no se enferman mis chamaquitos.”

Al oír estas frases Miguel le murmura a su nieto: ¿Te fijas cómo son de argüenderas las viejas? El niño contiene la risa y lo sigue por la nave en donde se concentran las pescaderías. A Kevin le gusta que su abuelo sea cliente de la Siete Mares, porque está decorada con un gran pez disecado. Armando, el dueño, asegura que él lo pescó durante unas vacaciones memorables en Veracruz. De allí que todos lo apoden El Jarocho.

En cuanto ve a acercarse a Kevin y a Miguel, El Jarocho suspende su trabajo para felicitarlo por su desempeño como centurión: Trabajaste muy bien. Con decirte que hasta a mí me dolieron los azotes. ¿Qué te vas a llevar? Tengo pargo, sierra, blanco del Nilo, almeja pata de mula. Te recomiendo la tilapia: este año vino con pocas espinas y muy carnosa.

Miguel se inclina para mirar los pescados en el aparador y otros conocidos se aproximan a felicitarlo. El Jarocho suelta una carcajada y se dirige a Kevin: “Tu abuelo es toda una celebridad. A lo mejor hasta le piden autógrafos como cuando la hizo de Jesucristo. Me acuerdo de cómo, ya crucificado, decía: ‘Señor, en Tus Manos Encomiendo mi Alma’, y se me pone la carne de gallina”. Kevin, inmutable, se concentra en observar el pez disecado.

El Jarocho nota que Miguel permanece indeciso. Si no te gustan las mojarras, tengo algo exquisto. Estira la mano y saca de entre el hielo un robalo. Para comprobar su frescura, le hunde el dedo en un ojo: ¿Qué tal, eh? Acaban de traérmelo, pero eso sí, está medio cariñoso: 280 pesos el kilo. Una mujer, que al pasar escucha el precio, exclama: ¡Qué bárbaros! Es un robo.

El cargador que transporta cuatro bolsas de hielo deposita su carga sobre el mostrador y le replica: Si se le hace muy caro, no lo compre. ¡Nadie la obliga! Al escuchar esa voz Miguel reconoce a su antiguo amigo: ¡Rolando! ¿Te acuerdas de mí? Estudiamos juntos la secundaria. El cargador lo mira y, en vez de responderle, abre los brazos, lo estrecha y lo palmea con fuerza: ¡Miguel! Híjole, ¡cuántos años sin verte! ¿Sigues viviendo aquí?

El pescadero comenta: Y todos lo queremos, entre otras cosas porque siempre colabora en el vía crucis. Ha actuado hasta de comparsa pero, eso sí, nunca de Judas. Cohibido por el elogio, Miguel responde a la pregunta de Rolando: “Desde chico estos son mis rumbos y creo que sólo me iré cuando me lleven con los tenis pa’delante”.

El comentario provoca la risa de Kevin y la curiosidad de Rolando: ¿Y este niño? No me digas que es tu nieto. Miguel no oculta su orgullo: ¡El mayor! ¿A poco no se parece a mí? Bueno y tú, ¿qué onda? Supe que te casaste. Uh, hace un chorro de años, pero me divorcié. Ahorita también estoy separado de otra señora. Lo malo es que se llevó a mi chamaco. Ha de andar como por la edad de tu nieto. Pone la mano en el hombro de Kevin: ¿Cuántos años tienes? Once, responde el niño con desinterés. Rolando se conmueve: Tu abuelo y yo teníamos esa misma edad cuando nos conocimos en la secundaria. Éramos bien abusados y siempre actuábamos en los festivales de la escuela. También salíamos en las representaciones de Semana Santa que se organizaban en la parroquia.

Un joven con overol anaranjado se acerca agitando su campanilla. El Jarocho se dirige a Miguel y a su amigo: Van a sacarme mi basura. ¿No se hacen a un ladito, por favor? Rolando lo toma a broma: No te andes con tantas vueltas y mejor dimos que te estorbamos. No mucho, pero sí algo. ¿Por qué no se van a la lonchería de mi hermano? Platicarán más a gusto, porque aquí a cada rato los van a interrumpir. Los amigos aceptan la sugerencia. Kevin se coloca en medio de los dos y pregunta si podrá tomar un frizzie. Hasta dos. Yo te invito, le contesta Rolando.

III

¿Sabes cuántos años hace que tu abuelo y yo no nos veíamos? ¡Treinta! O sea, diecinueve antes de que tú nacieras. Kevin abre los ojos incrédulo: ¿Tantos? La expresión de Miguel se vuelve nostálgica: Sí, pero aún recuerdo cómo era nuestra escuela. El patio me parecía enorme, pero la otra vez que pasé por allí noté que era pequeñísimo. Rolando se dirige a Kevin: Mis días predilectos eran los lunes, porque gracias a los honores a la bandera teníamos menos tiempo de clases.

Miguel insiste en ser el anfitrión: pide un frizzie, dos refrescos y unas papas. En cuanto les surten el pedido, Rolando sigue con sus recuerdos: En marzo la parroquia organizaba la representación infantil del vía crucis. Quienes actuábamos teníamos permiso de faltar a la escuela. Qué padre, ¿no, abuelo? No creas que la cosa era tan fácil. Para que te aceptaran en el cuadro de actores, tu maestro tenía que entregarle al comité organizador un certificado de buena conducta.

Rolando hace un guiño: La ilusión de actuar con las muchachas hacía que nos portáramos bien a principio de año. Después todo era un desmadre. Miguel suspira: ¿Te acuerdas del maestro de gimnasia? Como quería que estuviéramos en forma para la representación nos ordenaba dar veinte vueltas al patio mientras las chavas se reían de vernos echando el bofe. Rolando lo corrige: Nada más se burlaban de nosotros las que no iban a actuar. Las otras no: ponían cara de santas y a la salida de la escuela ni dejaban que las acompañáramos. ¡Qué sangronas! Y por eso sufríamos como enanos, o mejor dicho: como auténticos penitentes.

A la luz de las evocaciones Rolando se anima: Conste que yo no tomo, pero la situación amerita que nos echemos una cerveza. ¿Va? Con un gesto llama a la mesera. La muchacha se detiene frente a Miguel, quien ordena: Una negra bien muerta. Que sean dos, dice Rolando. La empleada reaparece de inmediato y deja las botellas sobre la mesa. Los amigos brindan al mismo tiempo: ¡Salud!

Después de beber, Rolando mantiene los ojos cerrados: Te juro que me supo igualita a la que me hiciste tomar aquella vez. ¿Te acuerdas? No, afirma Miguel. Rolando se le acerca como si fuera a hablarle en secreto: Sí, hombre. Quisiste que celebráramos porque me habían escogido para hacer el papel de Jesucristo.

Kevin, azorado, pregunta: ¿A poco fueron a una cantina? Miguel se recarga en el respaldo de la silla: No. Éramos unos chamaquitos de doce años. Compramos la cerveza en la tienda del Viudo. Pero por mensos fuimos a tomárnosla atrás del laboratorio de química. Rolando apoya su mano en el brazo de Kevin: Según tu abuelo, allí no iban ni las moscas, así que podíamos tomarnos la chela tranquilamente. Antes jugamos un volado. Sí: perdiste y te tocó beber primero.

El interés de Kevin duplica el entusiasmo de Rolando: “Estaba en eso cuando llegó el prefecto, uno al que le decíamos El Piojo. ¡Y que me cacha! Enseguida nos llevó a la oficina. El director se puso a preguntarnos quién había comprado la cerveza y a amenazarme con que iba a quitarme mi certificado de buena conducta para que los curas me prohibieran hacerla de Jesucristo”.

Miguel se remueve en su asiento y finge sonreír: ¡Ya olvídalo! ¿No ves que estás aburriendo a mi nieto? Kevin se acoda en la mesa: ¡No! Me gusta oír. ¿Qué más pasó? El gesto de Rolando se endurece: Como me di cuenta de que estaba frito, decidí echarme toda la culpa. Dije que yo había comprado la cerveza y que pensaba tomármela solo para celebrar mi triunfo. Kevin reflexiona: Dijiste mentiras.

La espontaneidad del niño hace reír a Rolando: Porque pensé: de todos modos van a fregarme, pues que al menos no le quiten a mi cuate del alma su derecho de actuar en la representación. Y sí le fue bien, porque le dieron el papel de Jesucristo. Y a ti el de Judas, exclama Miguel en tono grave. Rolando adopta una actitud cínica: Sólo porque mi jefe le donó una feria a la escuela, dizque para reparar las bancas. ¡Híjole, Kevin! No sabes el trabajo que me costó hacerla de traidor. Alégrate de que tu abuelo nunca lo haya hecho.