Opinión
Ver día anteriorLunes 13 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las enseñanzas del G-20
L

a recientemente concluida cumbre de los 20 grandes (G-20), en la ciudad de Londres, nos dejó muchos elementos para reflexionar en los dos perfiles: el de la crisis en sí misma y el de los movimientos sociales que a este tipo de globalización y al modelo neoliberal se oponen y se han opuesto a lo largo de años recientes. Vamos a ver algunos.

La crisis. Si algo quedó claro en las declaraciones de los 20 jefes de Estado y de gobierno que en Londres se reunieron para tratar de ofrecer soluciones a la grave crisis económica que se está viviendo, es el hecho de que no tienen soluciones. Primero, porque haciendo caso omiso a muchas voces –algunas de la cuales, de cierta forma, se escucharon también dentro del mismo Grupo de los 20– que sostienen que es necesario volver a replantear las reglas del juego global, los 20 grandes no pudieron hacer más que unir esfuerzos en la dirección ya tomada a escala nacional por muchos participantes en esa reunión: inyectar dinero y más dinero al sistema. Algo que suena ya no solamente peligroso (¿quién pagará las deudas futuras?), sino absolutamente inútil, pues la materialidad de esta crisis se ha mostrado con toda su crueldad en la sociedad de los que estamos abajo y la inyección de recursos económicos no ha hecho nada más que mantener vivo al moribundo sistema actual. Es como seguir inyectando adrenalina a un cuerpo cuyo corazón está por pararse: vencen el susto y seguramente garantizan unos minutos más de vida, pero no lo salvan de muerte segura. Otra, es la intervención necesaria.

Segundo, no se puede seguir jugando con las mismas reglas cuando esta crisis ya ha modificado al mundo. A un año de su estallido más evidente, ya no son los ocho grandes (el G-8) quienes deciden. Ya no está Bush. Ya China e India marcan su papel con más firmeza. La Unión Europea (UE) se deslinda de Estados Unidos y mira más hacia Moscú.

Finalmente, la cumbre de Londres enseñó algo más: la debilidad, ahora sí, de este tipo de reuniones. Ya no son las cumbres de los grandes que servían, antes que todo, para mostrar su poder y su potencia, para ofrecer la imagen del gobierno del mundo globalizado.

Al contrario, en Londres se vieron los rostros del susto y de la ausencia de ideas. Parece ayer cuando los grandes del mundo se reían de los que protestaban afuera de las cumbres –desde Seattle. Aquí en México hasta los tacharon de globalifóbicos. Y ahora ellos son los que tienen miedo que el modelo de la explotación permanente y de la riqueza virtual y fugaz se les escape definitivamente de las manos.

La protesta. En cuanto se produjo la protesta en la cumbre de Londres, inmediatamente fue tachada como violenta por los comentaristas de siempre, pero en realidad presentó algunas novedades y confirmaciones. Primero, la relación entre la multitudinaria presencia en las calles londinenses y la forma radical de las protestas. Adentro de la crisis no hay posible respuesta que no sea aceptar el fin de cualquier mediación, de cualquier reformismo posible. Y no porque sea necesario ser violentos o malos, sino porque respuestas desde el punto de vista reformista simplemente no son posibles. Lo dejan entender los mismos miembros del G-20. Y la violencia que se pudo desatar en Londres, hay que admitirlo, tuvo un gran consenso social. Segundo, el formato de las protestas fue absolutamente novedoso, pues al contrario de las grandes protestas internacionales recientes (por ejemplo el G-8 en Rostock, en 2007), las organizaciones no se unieron tras la afinidad ideológica o de prácticas políticas y de formas de protestar. Siempre iban los pacifistas de un lado, los del llamado bloque negro del otro, etcétera. Esta vez fueron las temáticas las que congregaron distintas personas y distintas prácticas: salieron los cuatro caballos del Apocalipsis rumbo a la City, para asediarla. El caballo rojo en contra de la guerra; el verde del cambio climático y de los problemas ambientales; el plateado en contra de los crímenes financieros, y el negro en contra de las privatizaciones de los bienes comunes y del cierre de las fronteras.

La propuesta. Ratificando una vez más la crisis de la representación política de las democracias formales, la protesta supo evidenciar también otro aspecto. Porque es claro que las formas radicales de protesta no pueden y no deben quedarse en la búsqueda de la satisfacción casi personal, del desahogo y hasta de la exhibición estética. Lo que necesita el ser radical es también proyecto y propuesta.

La crisis ha roto la clásica relación entre protesta y desarrollo. En Londres las luchas no pedían más, exigieron menor desarrollo, es decir, un cambio de asimetría. Las protestas –y no sólo las de Londres, sino también las de las semanas anteriores en Francia– plantearon desde abajo el control de las formas de producción de energía y alimentos en la búsqueda de nuevas maneras colectivas de comunicar y de gestionar la riqueza producida por aquellas producciones, misma que hoy vemos volatilizada por las especulaciones financieras.

Entonces, es la independencia de esos procesos lo que hoy se pide. Por decirlo en otras pa-labras: las luchas que se vieron en Londres, como las que aparecen cada vez más seguido en la UE, como las que observamos en muchos lados del pla neta, hablan el lenguaje de la búsqueda de una li beración de los lazos impuestos por el capital, hacia una independencia. Es decir, hacia un nuevo proceso constituyente.