Opinión
Ver día anteriorSábado 25 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Palabra libre
D

urante varios de esos atardeceres, cuyo crepúsculo acelera la lluvia en la ciudad de México e incita a hablar de asesinos y sombras peligrosas, Salvador Elizondo se preciaba de vencer al más siniestro de los criminales con su sola palabra, arma capaz de hacer caer de las manos enemigas pistolas y puñales. El arrebato, que aún sentía por la vida, lo exaltaba al extremo de desear la inminente irrupción en su departamento de Jack el destripador o algún otro célebre asesino para entablar el elegante duelo de una conversación.

Imagino que Salvador veía, tras el rostro del criminal, los rasgos y la inteligencia de Monsieur Teste, personaje y alter ego de Valéry. Elizondo tenía razón sobre el poder de la palabra. Pero que él dominara el español con maestría no significa necesariamente que el destripador en cuestión comprendiese palabras que le son desconocidas.

La académica Jacqueline de Romilly, especialista de la civilización griega, cuna de la cultura occidental, expone el caso de un joven que no ha tenido acceso a la palabra. El muchacho ha sido arrestado por el robo de un disco en una gran tienda. Llega el día de su paso frente a una corte de justicia. El presidente del tribunal lo interroga: en Francia se busca explicar las causas de un delito, como si las razones de un crimen pudiesen obedecer a una lógica. ¿Por qué robó? ¿Qué lo decidió a cometer ese acto delictuoso? El joven sólo repite: es mío, es mío, no robo.

El presidente insiste y le señala que fue atrapado en flagrante delito, con el disco tomado de uno de los estantes en sus manos. Esta insistencia, a la cual responde es mío, no logra sino enervar a las dos partes: el presidente y el acusado. Las cosas se prolongan unos momentos tal vez de más y el joven estalla en una crisis de cólera que lo conduce a tratar de atacar físicamente a los integrantes del tribunal. Desde luego, es de inmediato reprimido por las fuerzas del orden.

Sin embargo, la incongruencia de sus respuestas, si pueden llamarse así a sus siete o diez términos, y la aparente crisis de demencia manifestada deciden a la Corte a profundizar la investigación.

No, el muchacho no está loco, no es agresivo y no hubo robo: simplemente no sabe expresarse, no posee más vocabulario que las onomatopeyas de las historietas, su lenguaje se reduce a una cincuentena de palabras. Así, no supo hacerse escuchar por los empleados del almacén, quienes no podían comprender sus balbuceos. Ante la imposibilidad de hallar los términos para decir que deseaba cambiar el disco, pues ya lo tenía, decidió cambiarlo él mismo y, después de depositar el que llevaba en un estante, escogió otro.

Romilly no explica si el joven es de origen extranjero y se extravía entre dos lenguas que le son desconocidas una y otra: una ya quedó en el pasado familiar, otra le es ajena como un futuro inimaginable. Las cosas podrían, así, explicarse de una manera simple, sin ir más lejos.

Pero el problema no es simple y no sólo porque cada día es más limitado el vocabulario de jóvenes y adultos. A los balbuceos onomatopéyicos de buena parte, se agrega ahora la castración de la lengua por los militantes de la política correcta: se suprime ciego por no vidente, sordo por no oyente, y no hablemos de palabras que pudieran sonar racistas aun de lejos.

La lengua se adelgaza, escurre como un débil chorrito de agua. Y el pensamiento, cualquier ejercicio que pareciese una reflexión, se va perdiendo con las palabras que lo forman y lo expresan.

Por ello trato de seguir las huellas de la palabra libre y dejarla llevarme al fondo de su significado. Decir las cosas por su nombre y no con un eufemismo rebuscado, decente y represivo, así mi interlocutor se me quede viendo atónito puesto que ya no es capaz de escuchar palabras verdaderas, libres. Aunque no imagino el diálogo entre Teste y un asesino, pienso que acaso Elizondo habría podido desarmar al criminal. La palabra aún puede hacer milagros.