Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de abril de 2009 Num: 738

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Afganistán: una balada de Theodor Fontane
RICARDO BADA

Dos poemas
NIKIS KARIDIS

Italo Svevo y La conciencia de Zeno
ANNUNZIATA ROSSI

Martin Buber: ética y política
SILVANA RABINOVICH

Israel-Palestina: una tierra para dos pueblos (fragmento)
MARTIN BUBER

Un poco de color y buenas actuaciones
RAÚL OLVERA MIJARES

La Iglesia y el muralismo en Cuautla: cincuenta y siete años de censura
YENDI RAMOS

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

Taxistas clasificados

Así como algunas madres regañan a sus pequeños diciéndoles “niño malo, niño malo”, así deberíamos clasificar a los taxistas: taxista bueno, taxista malo, malo. Entre los buenos, los hay platicadores e informados; ésos son los mejores, pues no sólo son amenos sino instructivos, de conversación grata e interesante. Suelen escuchar las noticias y estar enterados de todo. Si además pueden conservar el taxi en buen estado, se agradece, aunque la pericia no siempre tiene que ver con la amenidad (a menos que haya quien considere entretenida la propensión a dar volantazos o untarse al coche de al lado).

Luego están los dicharacheros y simpáticos, capaces de iluminar una tarde cansada y mustia, o de aligerar el peso de las prisas y los agobios con bromas o historias curiosas. El dicharachero puede pasar a la categoría de folclórico, ése al que es una verdadera experiencia conocer: hace poco, uno de ellos me contó cómo le enseñó a una señora muy remilgada a decir groserías; al final, me dijo, él y la señora se despidieron insultándose y muertos de la risa, la mujer agradecida por semejante liberación. Otra señorita se puso a rezarle al diablo a medio trayecto y nuestro pobre taxista estaba espantadísimo, la piel de los brazos chinita, chinita, seño. Y otra se subió elegantísima para ir a pedir un trabajo, pero en pantuflas. No, seño, me decía, esto es como el Videocentro: hay de terror, cómicas y hasta pornográficas, ¿no se ofende si le cuento algo?

La línea que separa a un taxista bromista de un taxista pesado e insoportable es muy delgada, sobre todo cuando la pasajera es mujer. Una tiene que ser sumamente cuidadosa para que esa línea no se cruce, por ejemplo:

–¿No tiene frío?

–No.

O:

–¿No se ofende si le digo algo?

–Mejor no me lo diga.

De ese modo, el dicharachero cambia de tema, en el mejor de los casos, o se vuelve taciturno, lo cual es muestra de que iba a decir algo espantoso. Si un taxista nos llegara a preguntar el nombre, lo mejor, según mi experiencia que ya deja de ser poca, es decir el de la calle que acaba de pasar: me llamo Minerva, Insurgenta, Felicia Cuevas o Universidad. Y aquí me bajo, gracias.

Hay unos que hablan y uno no sabe qué pensar, como aquel que antier me decía que la única manera de remediar la pobreza en que viven tantos mexicanos es tirar bombas en todas las oficinas de gobierno. No supe cómo explicarle que ese A no conducía a ese B, forzosamente. De perdis yucatecas, añadió luego, como para quitarle gravedad al asunto.

Hay taxistas buenos y serios y callados que son una bendición cuando uno quiere pensar, ver la ciudad en silencio (es un decir) o realizar la difícil tarea de leer en el taxi sin marearse. Los hay que, si uno se pone a hablar por teléfono, tuercen ligeramente el cuello para enterarse de la conversación. Y los que ponen a todo volumen unas estaciones de radio atroces, ya no de cumbias, sino de aquellas baladas románticas que aman los oficinistas y que a mí me provocan ganas de matar a alguien. Hay callados que dan miedo, porque uno nunca sabe qué intenciones traen, en qué están pensando, más si tuercen la ruta, si se desvían sin avisar.

Sin querer he avanzado en el camino que lleva a los taxistas malos, malos, esos que en realidad no son taxistas, sino rateros disfrazados y temibles: si los griegos antiguos hubieran vivido en México, estoy segura de que Caronte habría sido un Taxista Malo y su taxi la antesala del infierno para el secuestro express. ¿Qué es la suya, indiferencia, repugnancia, venganza de cuántos agravios que su víctima nunca cometió? ¿Cuánta pipí de pasajeros aterrados, cuánta sangre y sudor y lágrimas puede acumular en el asiento trasero sin inmutarse un taxista semejante? Sus cómplices golpean, vejan e intimidan; él sólo maneja, lo cual me parece más perverso, pues en apariencia no ve lo que ocurre, de cajero en cajero, de avenida en avenida, hasta dejar a la desdichada víctima que una vez se creyó pasajero en un lugar desconocido e inhóspito. Son los que han convertido los taxis en cámara de torturas, los que nos hacen mirar los seguros, los números y las credenciales con el recelo del animal que entra a una jaula.

Pero digamos, en abono de los taxistas buenos, que hay también rateros disfrazados de pasajeros y pasajeros siniestros. Con el taxista Videocentro no me pude aguantar la curiosidad: no me ofendo, le dije. Entonces me contó que un señor de barba, de aspecto pulcro y formal, le hizo proposiciones de las indecorosas. Cómo ve, seño, tan seriecito que parecía…