Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Leer a Hobsbawn
S

i atendemos al debate actual sobre la crisis es evidente que –simplificando– hay quienes creen que una vez superada la fase más destructiva comenzará de inmediato la recuperación al capitalismo realmente existente, desechando las fórmulas más gastadas, pero sin cambios que afecten su naturaleza. En el extremo contrario se hallan aquellos que ven en los acontecimientos actuales el anuncio de la irrefrenable declinación del sistema, aunque todavía estemos lejos de poder delinear una alternativa práctica, capaz, en efecto, de transformarlo.

Siguiendo las reflexiones del gran historiador Eric Hobsbawn, puede decirse que hemos sido testigos privilegiados de un doble fracaso histórico: el de la economía planificada por el Estado de forma central de tipo soviético, y la totalmente ilimitada e incontrolada economía capitalista del mercado libre. La primera se derrumbó en los 80, y con ella los sistemas políticos comunistas europeos. La segunda se está derrumbando ante nuestras narices con la mayor crisis del capitalismo mundializado desde los 30. (En: El Correo del Sur, La Jornada Morelos, 28/4/09).

Cierto es que la apologética capitalista que auguraba la reproducción espontánea e infinita de sus cualidades intrínsecas –sin recurrir jamás a regulaciones ajenas al proceso económico mismo– está en quiebra, abriendo el camino a políticas, razonamientos y justificaciones que los más cerriles apenas ayer consideraban como socialistas, cuando se trata, más bien, de salvar la nave antes que dejarla a la deriva. Pero no son los únicos que se miran en el pasado.

Hay también posiciones que asumen la actualidad de la alternativa anticapitalista como una cuestión práctica para responder al viejo dilema entre reforma y revolución, pero dejando en la indefinición a los sujetos y las ideas que deberían darle sustentación a ese desafío.

En este camino vamos a tientas, pues, como señala Hobsbawn, por una parte, no sabemos cómo superar la crisis actual. Ningún gobierno del mundo, bancos centrales o instituciones financieras internacionales lo sabe: son todos como un ciego que trata de salir de un laberinto tocando las paredes con distintos palos con la esperanza de encontrar la salida; por otra, subraya, subestimamos la adicción de los gobiernos a la droga de los mercados libres que los ha hecho sentirse tan bien a lo largo de décadas. Sin embargo, en su opinión, el futuro, así como el presente y el pasado, pertenece a las economías mixtas en las que lo público y lo privado están entrelazados en un sentido u otro. Decirlo es fácil, añade nuestro autor, pero cómo hacerlo es el problema para todo el mundo en la actualidad, especialmente para la gente de izquierda...

La crisis (un punto positivo) permite la toma de conciencia sobre la realidad global, obliga a reflexionar críticamente sobre la naturaleza del capitalismo y sus contradicciones y también replantea la utilidad de mantener viva la línea de pensamiento crítico que fue arrollada por la victoria de la revolución conservadora y, antes, por el socialismo de Estado de tipo soviético.

La búsqueda de opciones, empero, no será el resultado de una suerte de revelación ideológica, sino de la experiencia y el cuestionamiento del orden vigente, de la discusión sobre los valores y las ideas que hoy ordenan y jerarquizan el mundo real.

La glorificación del mercado que aún pervive, empero, no se reduce solamente al ámbito exclusivo de las transacciones económicas, sino que es elevada a la categoría de un paradigma filosófico y moral, a una concepción del mundo que rige la vida planetaria, aunque ésta no sea más que una forma aguda de alineación. Es en esta dimensión donde se recicla en parte la pugna entre lo viejo y lo nuevo, la búsqueda de una filosofía capaz de reorientar la vida social hacia fines más justos.

La sustitución de los viejos paradigmas por otros que se adapten a las prioridades de la sociedad emergente de la crisis, tendrá que ser el resultado de un nuevo curso de intensa participación ciudadana y popular, lo cual implica mayores niveles de conciencia y organización que los actuales, la descentralización y, a la vez, la globalización de las iniciativas, orientadas por un principio rector asumido por Hobsbawm: se necesita una vuelta a la convicción de que el crecimiento económico y el bienestar son un medio y no un fin. El fin es qué hacer con las vidas, las oportunidades de la vida y las esperanzas de la gente.

No se trata, pues, de la búsqueda de una utopía fundada en principios inalcanzables, sino de proponerse objetivos no determinados por el afán de lucro como supremo valor, pues sin un enfoque semejante, la humanidad será incapaz de afrontar el desafío del cambio climático o la reorganización del poder, el trabajo y, en general, la satisfacción creciente de las nuevas necesidades sociales y culturales.

“La prueba de una política progresista –concluye Hobsbawn– no es privada, sino pública, y no se trata únicamente de un incremento de renta y del consumo para los individuos, pero sí de ensanchar las oportunidades y lo que Amartya Sen llama las capacidades de todos por conducto de la acción colectiva. Pero esto significa, tiene que significar, la iniciativa pública sin ánimo de lucro, incluso si sólo fuera mediante la redistribución de la acumulación privada. Las decisiones públicas dirigidas a la mejora social colectiva mediante la cual todas las vidas humanas deberían ganar. Ésta es la base de la política progresista, no la maximización del crecimiento económico y de las rentas personales”.

P.D. La irrupción de la influenza porcina nos ha golpeado sin advertencia y, una vez más, la solidaridad, el mirar por lo demás, la entereza de la gente y la ejemplar actitud del personal sanitario nos enorgullecen. Ojalá y seamos capaces de extraer las lecciones pertinentes para devolver a los servicios del Estado la dignidad que algunos quisieron ensombrecer en nombre de la eficacia privada. En los próximos días veremos cómo se combinan los efectos perniciosos de la epidemia con la debilidad congénita de nuestra economía en crisis. Por eso, más que nunca, es exigible un plan de emergencia que ponga los pies sobre la tierra.