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Tres poemas en prosa
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José Emilio Pacheco, captado en octubre de 2008, en una sesión de firma de librosFoto María Luisa Severiano
 
Periódico La Jornada
Viernes 8 de mayo de 2009, p. 5

La edad de las tinieblas: el quinqué

Arde la noche. El aire húmedo parece hervor de ciénaga. Bajamos del yip para tomar agua mineral en un cobertizo a orillas del camino que se interna en la selva. Sobre el mostrador hay un quinqué. Si nada recordamos de la niñez y sólo podemos inventar lo inmemorable a partir de unas cuantas imágenes, este quinqué engendra ahora su propio teatro de sombras, me lleva hasta un puerto donde hubo una casa que ya no existe.

Se va la luz. La familia enciende otro quinqué. Me intriga pensar en lo que han dicho mis padres: en el petróleo de la lámpara flotan reducidos a esencia bosques y dinosaurios de la prehistoria. Millones de años se han necesitado para humedecer la lengüeta de jerga que convertida en mecha soporta la llama. Una campana de cristal la protege y le permite iluminarnos. En el quinqué se consumen los restos fósiles de una vida improbable. La noche huele a luz carbonizada.

Este humilde fuego resulta el antitelevisor. Prende la imaginación de quienes se reúnen en torno a él como ante la hoguera primitiva: abuelos, padres, hijas, hijos. Sobrevienen relatos de cosas verdaderas y fingidas y, cuando las narraciones han terminado, el ballet de las manos, la pantomima de las siluetas.

La pared se convierte en un zoológico fantasmal, un circo de espectros. Aquí están las fauces del cocodrilo, el loro de perfil, el gato de espaldas, las alas del gavilán, la huida del venado, la tortuga que lleva a cuestas el mundo.

Al volver la electricidad el escenario se apaga. La familia queda en silencio. Sabe que está condenada a la dispersión y es como el humo que el petróleo suelta al inmolarse. Somos apenas sombras que alguien proyecta en un muro invisible.

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El poeta y ensayista durante la presentación de una traducción de un texto de Óscar WildeFoto José Antonio López

El quinqué se extinguió hace millones de años. Su luz más submarina permanece. Esta noche su olor ha regresado bajo el violento aroma de la selva. Tal vez nosotros, sus animales y sus árboles también seremos combustible de una futura edad de las tinieblas.

Paraquet

Tengo en su jaula de oro un nuevo pájaro. Negro y azul, vivaz y melancólico, es una cruza entre el parakeet (Melopsitacua undulatus), llamado en México Periquito de Australia, y la cuerva (Corvus corax) a la que Gabriel Zaid escuchó graznar paraké, paraké.

Es lo único que dice nuestro pájaro. Por eso lo bautizamos

Paraquet (nombre científico: Interrogator jampriden). Como el ave agorera llevada a Moctezuma al borde de su ruina, el Paraquet tiene un espejo por cabeza.

Al verse reflejados en él y escuchar su única palabra, su breve lección socrática de filosofía, los más se desalientan y derrumban. Sólo unos cuantos buscan y por fin encuentran el paraqué de todo este embrollo y nos redimen al salvarse.

La plegaria del alba

Hace milagros este amanecer. Inscribe su página de luz en el cuaderno oscuro de la noche. Anula nuestra desesperanza, nos absuelve de nuestra locura, comprueba que el mundo no se disolvió en las tinieblas como hemos temido a partir de aquella tarde en que, desde la caverna de la prehistoria, observamos por vez primera el crepúsculo.

Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuenta. Lo que vivimos ya no está. El amanecer nos entrega la primera hora y el primer ahora de otra vida. Lo único de verdad nuestro es el día que comienza.