Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de mayo de 2009 Num: 740

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

José Emilio: el lector está contigo
ABELARDO GÓMEZ SÁNCHEZ

Eurídice
YORGOS YERALIS

Memorable cuerpo
JOCHY HERRERA entrevista con LUIS EDUARDO AUTE

El día que el teatro perdió su magia
JOSÉ CABALLERO

La guerra perdida de Calderón
ROBERTO GARZA

Una Ajmátova de Modigliani en México
JORGE BUSTAMANTE GARCÍA e IRINA OSTROÚMOVA

Porchia: un sabio ermitaño en Buenos Aires
ALEJANDRO MICHELENA

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Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
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NAIEF YEHYA

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ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

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Porchia: un sabio ermitaño en Buenos Aires

Alejandro Michelena

Cuando no se quiere lo imposible, no se quiere
Antonio Porchia
, Voces

Corrían los últimos años de la década de los cuarenta. El poeta y crítico francés Roger Caillois disfrutaba de una temporada en Buenos Aires invitado por Victoria Ocampo, quien a través de su revista Sur había logrado un papel hegemónico en el ambiente cultural argentino. Caillois fue en realidad uno más en la extensa lista de celebridades que conocieron las cualidades de espléndida anfitriona de la Ocampo, que combinaba una considerable fortuna con su gran cultura, para seducir y atraer a la gran capital del sur a figuras tan diversas como Alfonso Reyes y Krishnamurti.

El escritor francés estaba harto de alternar en interminables reuniones con tanta poetisa laureada y prohombre de las letras, cuando alguien le alcanzó un librito pequeño. Su título era simplemente Voces, y contenía textos muy cortos, de estilo para muchos aforístico.

Roger Caillois quedó tan deslumbrado con la lectura que quiso conocer al creador de esas frases tan precisas, de impacto y hondura inusuales. Y se encontró con un hombre sesentón, sin otros antecedentes que esa obra, nada acostumbrado a la sociabilidad literaria, que además hablaba empleando la síntesis y el tono sentencioso de sus propios escritos. Admirado, le confesó lo siguiente: “Por esas líneas suyas yo cambiaría todo lo que he escrito.”

A partir de ese momento, Porchia pasó, de ser casi un desconocido, a que lo editaran en una publicación de la famosa editorial Gallimard, y también en la prestigiosa revista La Licorne que dirigía en París la poeta uruguaya Susana Soca. Sus Voix llamaron la atención del medio cultural europeo y se granjeó la admiración nada menos que de Henry Miller y André Breton. Este último llegó a afirmar, con entusiasmo: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino.” (Entretiens 1913- 1952, N. R. F., París, 1952.)

El suceso en Francia de los peculiares escritos de este escritor inclasificable culmina en 1949 con una invitación a viajar a París para dialogar con los surrealistas. Porchia agradece, pero se excusa con una de sus frases: “Las distancias no hicieron nada. Todo está aquí.”

Un sabio y un jardín suburbano

En tiempos del encuentro con Caillois y la consecuente consagración de sus Voces en París, Antonio Porchia vivía retirado en el barrio de Saavedra –luego de vender la imprenta con la que había trabajado muchos años– dedicado a cultivar un jardín con flores y árboles frutales. Habitaba una casa quinta junto con algunos sobrinos a los que protegía. Recibía pocas visitas y se mantenía alejado del mundo cultural porteño. Algunos jóvenes que lo admiraban –entre los que estaba el futuro gran poeta Roberto Juarroz– hacían tertulia allí algunas tardes; los recibía en camiseta, sencillamente, y actuaba con ellos como un Sócrates criollo; los temas variaban desde lo cotidiano a las alturas del pensamiento, de lo estético a lo metafísico. Al despedirlos siempre les decía: Traten de estar bien. Y agregaba: Acompáñense.

Realmente a Porchia no le interesaban ni la fama ni la vida literaria. En él esa no era una postura sino algo auténtico. Prefería realmente su vida sencilla en un rincón suburbano de Buenos Aires a los viajes y los halagos, y nunca hizo nada por promoverse o hacer contactos con colegas. Su única relación intelectual era con ese grupo de jóvenes, entonces inédito.

Creador de una obra única

Antonio Porchia escribía únicamente a impulsos de inspiración, de modo intermitente y hasta espasmódico, con muy largos períodos de silencio. Pero no lo hacía en actitud iluminada, sino desde la cotidianeidad (si bien el resultado era muchas veces un aforismo luminoso).

Esa forma de trabajar lo llevó, en definitiva, a ser el creador de una obra única. Única en varios sentidos: porque todo lo que escribió fue en última instancia una sola y coherente obra; pero además por la singularidad radical de la misma.

Sin duda fue un inclasificable. La crítica intentó colocarlo entre los aforistas, pero él mismo Porchia rechazó esa clasificación. Otros lo consideraron un poeta, que tampoco fue, a pesar de las demoledoras metáforas que se pueden espigar en sus textos.

Se lo puede emparentar con otro escritor y pensador argentino atípico: Macedonio Fernández. Ambos vivieron de espaldas a la sociabilidad literaria, se desinteresaron incluso de la publicación de sus obras, y cultivaron con empeño el diálogo socrático con un grupo de fieles y heterodoxos discípulos (Macedonio, todos los sábados, en su tertulia de la confitería La Perla del barrio Once; Porchia en los encuentros ya aludidos en su casa de Saavedra).

Lo cierto es que las Voces han seguido su camino, manteniendo sin pausa –en generaciones sucesivas– un núcleo fuerte de selectos y devotos lectores. Porque el peculiar pensamiento de Antonio Porchia, tan consubstancial con su personalísimo estilo, no admite lectores distantes o distraídos; sus textos convocan el compromiso silencioso y sereno de quienes emprendan la aventura de acercarse a ellos. Leerlo es siempre un desafío, porque –de modo equivalente a la poesía zen, y parecido a la filosofía de Wittgenstein– desarma sutil pero en forma demoledora nuestros preconceptos y certezas. No puede ser de otro modo en alguien que pudo escribir que: “Lo hondo, visto con hondura, es superficie”