Opinión
Ver día anteriorLunes 11 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nada que celebrar
A

unque a partir de hoy, con la reanudación de las clases de educación básica en 26 de las 32 entidades federativas del país, se dará un paso importante hacia la normalización de las actividades después de 17 días de emergencia sanitaria, la epidemia de influenza A/H1N1 está lejos de haber sido controlada en el territorio nacional. Más allá de que el reinicio de las actividades educativas se haya postergado hasta el 18 de mayo en Chihuahua, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán y San Luis Potosí, la información disponible indica que los contagios siguen ocurriendo y que no hay motivos para suspender, en lo personal y en lo colectivo, la aplicación de medidas básicas de higiene y profilaxis. De hecho, los expertos mexicanos e internacionales señalan la probabilidad de que la expansión del nuevo virus tenga un repunte importante a corto plazo en el hemisferio sur y, a partir del otoño próximo, en el norte. Si bien es cierto que el padecimiento ha resultado ser menos mortífero y virulento de lo que se temió en un principio, no debe pasarse por alto que fuera de México los casos confirmados de infección no han dejado de crecer y que en nuestro país las muertes confirmadas ascienden a casi medio centenar.

Lo que el brote de influenza humana ha dejado claro es que el sistema de salud pública de México carece de las condiciones necesarias para hacer frente a una epidemia; que las instituciones federales y estatales adolecen de falta de mecanismos y canales de comunicación ágiles y eficaces y hasta de reflejos para enfrentar situaciones críticas; que no existen criterios empresariales, laborales ni económicos para vivir una emergencia, y que una proporción importante de los fallecimientos registrados no son tanto atribuibles al virus sino a la desatención, la falta de recursos, el burocratismo, la corrupción y la imprevisión oficiales. En este sentido, la epidemia ha sacado a relucir las mismas miserias que se ponen de manifiesto, en forma mucho más localizada, en cada ocasión en que un fenómeno natural o un accidente en gran escala –temblor, huracán, incendio industrial, colapso de infraestructura– se traduce en catástrofes humanas de proporciones injustificables.

Por añadidura, se emprende hoy el regreso a una normalidad caracterizada por el colapso de la seguridad pública y el estado de derecho, por los efectos de una crisis que fueron previsibles para todo el mundo, salvo para las más altas autoridades económicas del país, y por la inocultable descomposición moral de la vida política nacional. Tales fenómenos pasaron a segundo plano durante dos semanas, pero permanecen intactos, tan alarmantes y exasperantes como lo eran hasta el pasado 23 de abril.

En el frente económico, la población volverá a una circunstancia incluso peor, habida cuenta de que las medidas adoptadas para contener la epidemia han tenido un impacto devastador en diversos sectores: el turismo, la cultura, las industrias restaurantera y del entretenimiento, por citar algunos de los más visibles, han experimentado pérdidas cuantiosas, y hoy ni siquiera se cuenta con cifras de las empresas que no han podido sobrevivir a la obligada suspensión de actividades ni con las de fuentes de trabajo que se han perdido en estos 17 días.

En suma, la epidemia no ha concluido, las condiciones de vida de incontables personas han experimentado un deterioro, el país no está mejor preparado para hacer frente a un nuevo riesgo sanitario y la credibilidad de las autoridades ha experimentado una nueva caída a raíz del errático y contradictorio manejo de instrucciones, cifras y valoraciones que formularon en días pasados. No hay nada que festejar en el retorno a una normalidad por demás anómala, y cabe preguntarse si los mandos políticos formales tienen conciencia de lo que esto significa en el estado de ánimo nacional.