Opinión
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Melón

A dos soneros

E

l 13 de mayo de 1987, vaya coincidencia, emprendieron el viaje sin retorno dos extraordinarios soneros: Manuel Osorno Buendía e Ismael Rivera, el primero mexicano y trompetista, genial improvisador, y el segundo, de la isla del encanto y cantor de altos vuelos, conocido como el Sonero Mayor.

Son 22 años los que han pasado sin escuchar sus sabrosas interpretaciones, ya que estos grandes exponentes tenían ese algo que no se compra en la botica llamado sabor, jícamo y saoco. Empezaré a platicarle, mi asere, de Manolo, al cual conocí a finales de los años 40, cuando él formaba parte del Son Clave de Oro, de Pepe Macías El Tapatío. Éramos casi vecinos; él vivía en Río Balsas y éste servidor en Río Nazas, en la colonia Cuauhtémoc.

Dicen que las piedras rodando se encuentran y así fue como nos conocimos. Lo vi por primera vez en el Centro Social Oaxaqueño, salón de baile ya desaparecido, actuando con el grupo del Tapa, que en esos años cortaba el bacalao, conjunto que me ponía a gozar. No tardamos en hacernos amigos y en cuanta noche tenía oportunidad lo visitaba en el Waikikí, lugar donde el Clave de Oro campeaba por sus respetos.

Debo decirle, mi nagüe, que si usted no es mi contemporáneo, se perdió de un México sensacional y un ambiente sonero de campanillas. Casi todos los cabarets contaban con una orquesta que se encargaba de tocar swing, foxtrot, blues, boogie, etcétera, y un son que tocaba música cubana. Según Enrique Partida Cayito y su compadre El Chamaco De la Cruz, había 400 soneros en activo, la mayoría de calidad fuera de serie.

Cabe decir, mi yeneka, que Manolo en ese tiempo ya destacaba y era reconocido, inclusive, por las estrellas cubanas que en esos años adornaban el firmamento sonero de nuestra capital. Imagínese poder gozar diariamente de un jícamo que en este tiempo brilla por su ausencia, desde la tarde hasta el amanecer. En unas cuantas manzanas se encontraban el Smyrna, el Club Verde, el Faja de Oro, el Casa Blanca, donde El Pirata era amo y señor, el Bagdad, el 80 y el Macao, al que algunos llamaban la esquina del sabor, por la calidad de Los Diablos del Trópico.

Espero, Manolo, que estés a la vera del Señor, regalándole tus geniales improvisaciones porque, insisto, el supremo creador es sonero.

A Ismael Rivera lo escuché por primera vez en casa de Celio González (RIP). A su regreso de un viaje a Puerto Rico había traído un disco de Cortijo, donde Maelo hacía gala de su saoco y a Celio lo impresionó como a los que nos encontrábamos disfrutando de la hospitalidad del Flaco de Oro. Tiempo después mi compadre Juan Neri me regaló Fiesta boricua, grabación de Cortijo con Maelo que disfruté a lo bestia, en la que el Sonero Mayor en la calesa muestra su musicalidad.

Personalmente lo conocí en Nueva York cuando huí del veto de Venus Rey. Fue muy amable invitándome a pasar una tarde deliciosa paseando por la gran manzana en su Coupé de Ville, que le había dado la Fania, entre otras cosas más, que lo llevaron a decir en el álbum De todas maneras rosas, me despaché con la cuchara grande, pintándolo tal como era: franco y directo. También me mostró su altar y su fervor hacia el Cristo de Porto Bello, y para ponerle el tapón al botellón tuvo la gentileza de invitarme a cantar con sus Cachimbos en el Casino 14 de la urbe de hierro. Era un tipazo.

Mientras estuve en Nueva York nos seguimos viendo, en centros donde la cordialidad era el común denominador, la pasábamos de aquellita, por eso no oculto mi admiración por ese gran sonero. Al igual que Manolo, son miembros honorarios de la guerrilla celestial. Desde aquí este recuerdo a dos de mis soneros favoritos, que, dicho sea de paso, ya forman legión. Le aseguro, mi pana, que lo merecen todos aquellos que, como dijo Ismael Rivera, hacían un fácil difícil y un difícil fácil. ¡Sí que sí!

Para ser sincero y sin afán de ofender, cómo extraño esos felices años cuando imperaba la calidad y no había lugar para sueños guajiros, aunque siempre ha habido despistados que no se quieren dar cuenta de que los engañó la gitana. Siguen autoalabándose, llamándose los mejores, los número uno. Mejor guardar silencio, que calladitos se ven más bonitos, porque alabanza en boca propia se convierte en vituperio. ¡Vale!