Editorial
Ver día anteriorViernes 15 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ratzinger en Tierra Santa
D

esde hace muchos años, la relativa equidistancia del papado católico con respecto al judaísmo (religión de Estado y mayoritaria en Israel) y al Islam (culto preponderante en los territorios palestinos) ha generado la expectativa de que el Vaticano podría desempeñar un papel positivo ante el añejo conflicto de Medio Oriente, que a comienzos de este año desembocó en una indignante masacre de civiles palestinos por fuerzas militares israelíes en Gaza.

En esta perspectiva, es posible que un pontífice que no fuera Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, hubiera podido aprovechar un viaje a la Tierra Santa cristiana (que abarca zonas de Israel, pero también de Cisjordania y Gaza, así como a Jerusalén, reclamada como capital por ambas partes) para reducir la tensión política entre los dos bandos, pero, sobre todo, para aliviar la situación desesperada en que se encuentran más de un millón de palestinos en Gaza (entre los que se encuentra una importante mayoría de cristianos), en Cisjordania, en la porción árabe de Jerusalén y, en menor medida, en el territorio israelí.

Sin embargo, el actual Papa llegó a Levante con la autoridad y la capacidad de interlocución severamente mermadas por sus actitudes hostiles contra judíos y musulmanes, y por su sectarismo ante otras confesiones de la cristiandad que tienen importante presencia en Medio Oriente.

Por principio de cuentas, el pontífice alemán ha rehusado ofrecer disculpas públicas y plenas por los vínculos que mantuvo en su juventud con el régimen de Hitler. A esa omisión inexcusable se añade la decisión de Ratzinger de reincorporar a la Iglesia católica a un obispo que había sido excomulgado por el pontífice anterior, Juan Pablo II, y que ha suscrito las tesis filonazis que niegan o minimizan la veracidad histórica del exterminio de judíos –y de otros grupos humanos, como los eslavos, los gitanos, los homosexuales, los comunistas– que llevó a cabo el Tercer Reich. Por esos motivos, Benedicto XVI ha sido blanco de justificadas críticas por sectores judíos, tanto religiosos como seculares, y llegó a Israel con una imagen, si no de antisemita, al menos de insensible frente al genocidio de que fueron víctimas los hebreos de Europa.

Por otra parte, en el lado palestino, muchos recordaron, durante el periplo del jerarca católico por poblaciones de Cisjordania, las innecesarias y hasta gratuitas agresiones por él formuladas contra el Islam, así como la tibieza con la que el Vaticano condenó los asesinatos masivos de habitantes de Gaza durante la incursión de las fuerzas armadas israelíes, las cuales, en diciembre y enero pasados, hicieron uso de su abrumadora ventaja militar, tecnológica y económica para masacrar a cientos de civiles inermes en esa estrecha, cercada y sobrepoblada franja de territorio.

Con esos antecedentes, no fue de mucha utilidad que Benedicto XVI visitara museos y monumentos dedicados a las víctimas del Holocausto en Israel, ni que formulara condenas genéricas a los muros opresivos en Cisjordania, ni que repitiera centenares de veces, tanto en árabe como en hebreo, la palabra paz, la cual, ante el bloqueo y las pavorosas carencias materiales que enfrentan los pobladores de Gaza por designio del gobierno militarista y racista de Tel Aviv, no deja de ser un formulismo hueco.

La oficina de prensa vaticana exhibe con satisfacción una asistencia de 40 mil personas a la misa que Ratzinger ofició en Nazaret. Para poner las cosas en perspectiva, habría que recordar que hace nueve años, también en Galilea, una eucaristía de su predecesor, Karol Wojtyla, reunió a más de 100 mil asistentes. En ese marzo de 2000, Juan Pablo II acudió también al Muro de las Lamentaciones. Pero, a diferencia de Ratzinger, el fallecido pontífice polaco aprovechó su visita a Jerusalén para pedir perdón por las persecuciones que la Iglesia católica emprendió contra los hebreos. El Papa anterior era un hombre profundamente reaccionario y en su obsesión anticomunista no dudó en aliarse con los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher –primeros promotores globales del neoliberalismo depredador–, pero tenía un agudo instinto político. Benedicto XVI, en cambio, ha demostrado que carece de tal atributo, y es posible que esa diferencia explique, al menos en parte, la dramática merma de fieles y de entusiastas que experimenta el papado. Con él al frente, el Vaticano ha dejado de ser relevante en la búsqueda de soluciones pacíficas al sangriento conflicto de Medio Oriente.