Influenza y pueblos indígenas

La epidemia de influenza que nos aqueja, intangible y evanescente, plantea grandes retos al pueblo mexicano. La irresponsabilidad objetivamente criminal de las autoridades gubernamentales causó un cataclismo social inesperado, sobre todo en la zona metropolitana del Valle de México, cuya población mostró sin embargo una sensatez y una capacidad de esfuerzo que ya otra veces ha tenido. Sobre todo después de 1985, cuando el temblor generó solidaridad y autogestión. Ahora en cambio se nos sometió a la apabullante promoción de un individualismo que aísla y desalienta el contacto físico, un “sálvese quién pueda” en clave televisiva.

La epidemia es ya cosa de todo el país, y del mundo si a esas nos vamos. Lo que el gobierno no supo resolver sanitariamente lo sustituye con ocultamientos, propaganda, decretos dictatoriales que son por ahora tigres de papel, bravatas; pero no olvidemos que se trata de un gobierno inseguro, ilegítimo, frágil y dispuesto a pegar. San José del Progreso en Oaxaca. San Sebastián Bachajón en Chiapas. Las calles de Querétaro. Los cucapá en Baja California. Sólo algunos de los lugares donde el México profundo se encuentra hoy intervenido: golpeado, patrullado, encarcelado. La ley no les pertenece a esas gentes.

No podemos darnos el lujo de negar la epidemia. Interpretarla como una trampa del poder, las transnacionales, los organismos globales y los medios de comunicación es un error. Y por cargada de intenciones que pueda ser la alarma internacional por ese virus “que sólo mata mexicanos”, se finca en hechos ciertos y riesgos inminentes, predecibles con cierto detalle en cualquier lugar del planeta.

La vulnerabilidad sanitaria de México quedó al descubierto. Tenemos un sistema de salud desmantelado, inoperante, ahogado en elefantes blancos y simulaciones de carácter político, y mercantil en relación a los gigantes farmacéuticos. Una infraestructura de investigación y pensamiento depauperada, negada, condenada a exilios dorados o desesperados. No extraña que venga paralelo el desmantelamiento mafioso de la educación básica que ahora presenciamos, o la desaparición de la filosofía en los bachilleratos.

Ante una verdadera emergencia, donde la neumonía “atípica” puede desatar su guadaña en serio, ¿quiénes estarían más expuestos? Los trabajadores, claro. Los pueblos indígenas. Y serían los últimos en recibir atención médica. Si se niega la epidemia, como ejemplarmente lo hicieron los caciques que gobiernan Jalisco y Chiapas, quienes por decreto declararon libres del mal a sus estados y ahora son los más dañados y descontrolados. Los efectos de esta epidemia pueden ser devastadores. La prevención sanitaria es fundamental dentro de los pueblos mismos. No debemos esperar una “confirmación”. Más vale prevenir que lamentar, ¿o no?

Ahora, ¿cuántos pueden? La autonomía zapatista de Chiapas ha construido un sistema alternativo, una red de promotores, una atención sanitaria continua, que en esta circunstancia también está a prueba. Mas todo indica que se trata de una excepción. Los pueblos del resto del país, y sus millones de migrantes a las ciudades de ambos lados, dependen de la beneficencia pública disfrazada de servicio institucional, de los jarabes para la tos y venga la próxima semana porque camas no hay, y la medicina, en las farmacias nada más.

El seguro social se ha degradado a red de distribución de las migajas de Oportunidades y para vigilar a las mamás, reclutarlas, y así reclutar a las familias. Además, es año electoral. Pero ¿salud? De eso no hay.

Una epidemia como puede ser esta influenza causaría estragos en los pueblos indígenas. Y ¿qué hacer? como dijera don Lenin. Pues prevenir, estar atentos. Como bien saben los cubanos, resulta más barato y viable, y está científicamente demostrado que es lo que sirve. O se quedarán esperando el Tamiflu y la vacuna como quien espera a Godot.

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