Opinión
Ver día anteriorMartes 19 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La mirada de la medusa
E

n un panel del Festival Literario del Pen Club celebrado recientemente en Nueva York, escuché decir al joven novelista peruano Santiago Roncagliolo, ganador del premio Alfaguara, que una diferencia fundamental de la nueva generación de escritores de América Latina con las muy anteriores es el afán de apartarse de la constante de la historia pública que atrapó a los abuelos con todas sus anormalidades y desmanes. Por el contrario, los nuevos lo que buscan es desprenderse de esa costra de la historia y vivir una nueva clase de aventura imaginativa, alejada de toda frontera; un poco no ser de ninguna parte, y por tanto, no ser de ninguna historia en particular.

Mediante este afán persistente, los viejos insistieron, y aún insisten, además, en buscar señales de identidad en la escritura; una identidad cuya pretensión mayor fue la de construir una sola novela coral, con novelistas corresponsales en distintos puntos de la geografía del continente para que contaran una gran historia total, como lo propuso alguna vez Carlos Fuentes. Todo esto habría llegado ya por fin, a su fin.

Ya no tuve tiempo de comentar con Santiago que pienso exactamente lo contrario, que el apego a la historia pública sigue vivo en los nuevos novelistas. Y lo comprobé en el viaje de regreso, cuando comencé a leer su última novela Memorias de una dama, que encontré en la habitación de mi hotel con una graciosa dedicatoria suya, estupenda novela llena de humor y tensión narrativa. No se aparta en ella de la historia pública, como tampoco en Abril rojo, que le dio el premio Alfaguara.

Puedo ilustrarlo también con numerosos ejemplos que provienen de las más recientes obras de los novelistas más jóvenes de América Latina, donde la anormalidad de la historia interviene de manera insoslayable, una constante que ha atravesado las fronteras del siglo XXI. Tiranías ilustradas, dictaduras cerriles, represión y corrupción. La mano del poder encarnando al destino que golpea las vidas privadas como sobre un tablero del que hace saltar las fichas y provoca muertes, prisiones, exilios, despojos. Esos temas siguen allí, tan letales como la mirada de la medusa; basta ver hacia atrás, o poner los ojos en el presente para quedar petrificados por la fascinación del horror.

Ya Abril rojo, a manera de una espléndida alegoría, ilustraba la violencia contemporánea en el Perú, el doble golpe del puño de la represión del ejército y del puño de la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso, que cayeron con ritmo implacable sobre las vidas de miles de campesinos convertidos en víctimas de aquella doble locura represiva. Es una novela sobre el poder, y sin la presencia del poder no hay novela en América Latina. Es lo mismo que ocurre con la novela de otro peruano, aún más joven, Daniel Alarcón, Radio ciudad perdida, que vuelve al tema de esa misma doble violencia, tanto oficial como insurgente, ensañada sobre aldeas enteras en el Perú.

En Memorias de una dama, Santiago nos cuenta la historia de una dominicana muy rica, autoexiliada en París al final de sus días. Más bien ella le cuenta su historia a un joven escritor peruano, alter ego de Santiago, al que contrata para dejar constancia de su paso por el mundo, un relato que, según el propio joven escritor, es la historia de una mujer de la aristocracia dominicana, hija de un conspirador mafioso, fascista y agente de la CIA. Una mujer que nace entre palacios y mármoles y termina destruida por su propia familia y su propio dinero. Un libro de no ficción. Realidad pura y documentada.

Por tanto, más allá de la vida privada de la protagonista, o dentro de ella, se alzan los entretelones de la vida pública bajo las dictaduras de Trujillo en República Dominicana, y de Fulgencio Batista en Cuba. Dos dictaduras clásicas. La pugna interna de la novela se refiere precisamente a esta doble circunstancia: sin la historia pública, actos arbitrarios de poder, corrupción, espionaje, y sin la manera en que las vidas privadas de la familia de la protagonista, y la suya propia, se relacionan con los entramados de ese poder, de donde proviene su riqueza ilícita, no habría novela que valiera la pena. Ésa es al fin y al cabo la propuesta del libro.

Es una nueva visita a la República Dominicana de Trujillo la que hace Santiago en Memorias de una dama, una especie de meca de los novelistas de todas las edades, desde Vargas Llosa en La fiesta del Chivo, a Junot Díaz en La maravillosa vida breve de Oscar Wao, esta vez el trujillato visto por un dominicano que creció en Nueva Jersey como hijo de emigrantes, y que, igual que Daniel Alarcón, escribe en inglés, pero son, ambos, escritores latinoamericanos.

Trujillo seguirá siendo un personaje, bajo el perverso resplandor de todas sus crueldades, excesos y excentricidades, una especie de prototipo del dictador mítico que de la letra de los porros pasa a las páginas de las novelas donde sigue brillando inmarcesible. La razón de esta permanencia no parece ser complicada. Existe Trujillo como personaje de novela, igual que Batista, o Somoza, porque la historia pública sigue siendo anormal en el siglo XXI, y es capaz de seguir produciendo dictadores, dueños del destino de los demás y vestidos con los mismos oropeles fantasiosos. Se puede, por tanto, comparar. Es un juego de espejos que a través de las décadas nos atrapa a todos con sus deslumbres, y cuando queremos imaginar, la historia real se refleja frente a nosotros desafiando a la imaginación.

Esa constancia es la que nos dejan novelas jóvenes de mucha tradición, sobre el poder y sus delirios, como Palacio quemado, del boliviano Edmundo Paz Soldán, como Historia secreta de Costanagua, del colombiano Juan Gabriel Vásquez, o como Memorias de una dama. La mirada de la medusa, nos sigue petrificando.