Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de junio de 2009 Num: 744

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La fiesta de la cultura
ROMÁN GUBERN

Tiempo de transición
ALFONSO GUERRA

Joseph Renau: Yo no he esperado, he vivido
ESTHER ANDRADI

Columnas:
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Hugo Gutiérrez Vega

LA CHARRERÍA

José María Muriá reconoce su “filiación cabalmente urbana” y se asoma a los terrenos (o, más bien dicho, lienzos) de la charrería, llevando en las manos una impresionante cantidad de documentos que prueban, de manera irrefutable, el origen alteño de la charrería y la aportación de Aguascalientes a esas suertes que tienen su origen en las tareas campiranas y en las competencias que eran la parte fundamental de las distintas fiestas patronales. Pienso en los días del jolgorio de agosto en Lagos de Moreno que culminaba con el coleadero en el lienzo de Santa Elena. Mi querido amigo José María, dueño de un amable penco llamado Torreño, encargó el prólogo de su libro Orígenes de la charrería y de su nombre, al que esto escribe, pésimo jinete y dueño de otro caballo faldero llamado Pepe. Estas circunstancias nos unen y nos permiten tomar la debida y prudente distancia a un tema que corresponde a los especialistas y, de manera muy especial, a los “hombres y mujeres de a caballo” que fueron, son y serán los mantenedores de un deporte en el cual la elegancia del jinete dominical se une a la valentía del charro, que ha convertido sus tareas campiranas en un deporte en el que brillan la destreza y la competencia leal regida por la justicia en los fallos y en la entrega de los premios a los mejores.

El doctor Muriá escribe estas páginas con entusiasmo. Una prosa que fluye serenamente lo acompaña y da esplendor a un tema apasionante para los dedicados a la charrería y para los interesados en la historia de las cosas pequeñas (que, a la postre, son las fundamentales), y en las disquisiciones sobre la sociología de la cultura.

El mariachi, el tequila y la charrería son las aportaciones de Jalisco a la llamada identidad cultural mexicana.

Por esta razón, el doctor Muriá les llama “iconos jaliscienses” y hace un análisis de su carácter de emblemas nacionales en el imaginario colectivo. Sin la menor duda, el cine de los cuarenta consolidó estos emblemas. Veamos a Jorge Negrete con el copete caído sobre la frente, la botella de tequila en la mano, vestido de charro y cantando sin cesar los himnos rancheros, en los cuales los machos de Jalisco son “afamados por entrones, por eso traen pantalones”. Es claro que toda esta parafernalia es productora de estereotipos, pero, al margen de los análisis sociológicos, aparecen los tres “iconos” convertidos en emblemas, en rasgos característicos de un país y de sus gentes.

El lector aprenderá muchas cosas sobre el tequila, los mariachis y las suertes charras. José María no pretende ser dueño de la verdad absoluta y, por lo tanto, nos entrega una notable variedad de teorías y de interpretaciones, incluyendo a las casi siempre revisables definiciones de la Academia que “limpia, fija y da esplendor” a nuestra afortunadamente viva y cambiante lengua nacional. “De las Academias líbranos señor”, pedía Rubén Darío a nuestro señor Don Quijote.

Salado Álvarez, Basilio Vadillo, Guadalupe de Anda (el notable autor de Los cristeros y Los bragados), Prieto Payno, Altamirano, Inclán, Delgado, González Obregón y otros muchos autores, son las fuentes que dan autoridad al trabajo de José María. Su lectura nos lleva a la irrefutable convicción de que la charrería tiene su claro origen en las tierras alteñas.

Veo a mi tío Luis Anaya, administrador de la Hacienda de Ciénega de Mata, entrando a Lagos en la enorme diligencia de la familia. Su gallardo traje charro le cae como pintiparado. Los sobrinos seguíamos a la diligencia montados en nuestros pencos. Me agarraba de la cabeza de la silla e intentaba el galope. Lagos estaba enfiestado y se acercaba el día del coleadero. En la ciudad pululaban los charros y se escuchaba el sonido de las espuelas. Con estos recuerdos y con los testimonios de don Bernardo de Balbuena, del padre Landivar y del beato Sebastián de Aparicio, termino estas palabras preliminares para un libro que celebra “a México y su gran caballería”.

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