Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de junio de 2009 Num: 744

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La fiesta de la cultura
ROMÁN GUBERN

Tiempo de transición
ALFONSO GUERRA

Joseph Renau: Yo no he esperado, he vivido
ESTHER ANDRADI

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Los diputados comunistas Dolores Ibárruri y Rafael Alberti presiden la “mesa de edad” del Congreso de los Diputados en las Cortes Constituyentes. Madrid, julio 1977. Foto: Marisa Flórez

La fiesta de la cultura

Román Gubern

La intensa ebullición cultural que siguió a la muerte de Franco, y que ya se había manifestado conflictivamente en numerosos forcejeos con la censura en el tramo final de su dictadura, se expandió espectacularmente desde 1976, para configurar un mapa de iniciativas muy heterogéneas que constituyen el efervescente magma de la llamada “cultura de la Transición ”. En esta constelación de iniciativas se mezclaron las ansias legítimas a la libertad de expresión individual y colectiva, largamente reprimidas, con los legítimos intereses comerciales de algunas empresas mediáticas. Tras numerosas escaramuzas y contratiempos, producto de las inercias autoritarias del antiguo régimen, el artículo 20 de la Constitución aprobada en diciembre de 1978 reconoció los derechos de información y de expresión, aunque tras este hito todavía se produjeron algunos conflictos censores, como veremos. En este sentido, el aprendizaje de la libertad no fue una asignatura pendiente para los creadores, sino para sus controladores.

LA DESCOMPRESIÓN ERÓTICA

En el tramo final de la dictadura, y ante las apremiantes presiones de los empresarios cinematográficos, el nuevo Código de censura de 19 de febrero de 1975 había admitido la autorización condicionada del desnudo en las pantallas, “siempre que esté exigido por la unidad total del filme, rechazándose cuando se presente con intención de despertar pasiones en el espectador normal, o incida en la pornografía”. Jorge Grau se acogió a este brumoso precepto para presentar fugazmente en La trastienda (estrenada el 15 de enero de 1976) el desnudo íntegro, frontal y estático de María José Cantudo, reflejado en un espejo, en un breve plano que permitió a esta película recaudar más de un millón de euros. Esta imagen epifánica constituyó uno de los puntos de partida del fenómeno denominado “destape” en los medios de comunicación, y que inquietaría a Carlos Arias Navarro, hasta el punto de anunciar una ley de represión del erotismo y de la pornografía, que no llegó a ver la luz al dimitir Arias el 1 de julio de 1976.


Cartel de la película La trastienda, dirigida por Jorge Grau, 1976

Una película banal de Juan Bosch, titulada Cuarenta años sin sexo (1978), expresó crudamente en su título la represión sistemática de la sexualidad que había llevado a cabo la Iglesia católica, amparada por la dictadura, y que ahora emergía con fuerza en la cultura de masas, según el principio de la acción y la reacción. En aquellos primeros días, confusos todavía, se produjo el arresto de un comerciante de Cuenca por un guardia municipal, por exhibir en su escaparate una reproducción de La maja desnuda, de Goya , y en julio de 1978 algunos nudistas fueron todavía apedreados en playas de la cornisa cantábrica. Pero los adalides de la sexofobia tenían la batalla perdida en un nuevo clima moral que conduciría a la despenalización de los anticonceptivos en diciembre de 1977, del adultero en enero de 1978 y a la aprobación de la Ley del Divorcio en abril de 1981. Fue en estos años, precisamente, cuando Camilo José Cela alumbró sus bestsellers Enciclopedia del erotismo (1976) y Crónica del cipote de Archidona (1977).

Algunas revistas de circulación masiva se convirtieron en trampolines del “destape”, como el semanario Interviú, lanzado por el Grupo Zeta en mayo de 1976, con una tirada de cien mil ejemplares, y que combinó el periodismo de denuncia, el sensacionalismo y el erotismo de sus modelos desnudas: dos años después alcanzaba la tirada de un millón de ejemplares. La misma editorial lanzó, en octubre de 1976, el más explícito y monográfico semanario Lib, revistas que preludiaron las ediciones españolas de Penthouse (abril de 1978) y Playboy (noviembre de 1978). Pero las fuerzas del “búnker” (en alusión al búnker que abrigó el ocaso de Hitler) convirtieron a algunas de estas revistas en blanco de sus ataques, siendo el atentado más grave el sufrido en septiembre de 1977 por el semanario satírico y libertario El Papus, en Barcelona, en el que guerrilleros de la Triple a (Alianza Apostólica Anticomunista) asesinaron con una bomba al conserje de la redacción y suscitaron como respuesta una huelga total de la prensa escrita de la ciudad al día siguiente.

El “destape” alumbró un nuevo star system femenino, de efímera fama, en el que descollaron Nadiuska, Rosa Valenty, Victoria Vera, Ágata Lys, Bárbara Rey, Eva Lyberten o Lina Romay, quienes pudieron lucir su físico en películas tan olvidables –pese a sus títulos– como La caliente niña Julieta (1978), de I. F. Iquino, o El fontanero, su mujer... y otras cosas de meter (1981), de Carlos Aured. Aunque otros directores de una nueva generación, como Bigas L una en Bilbao (1978), pudieron exhibir una brillante e inquietante imaginación erótica, que recibió el aplauso de la crítica internacional.

La censura cinematográfica fue abolida por el Real Decreto de 11 de noviembre de 1977 y su vacío fue reemplazado por un sistema de clasificación de las películas, entre las que figuraba la categoría “ s ” (nunca se supo si esta letra aludía a la sexualidad o a la sensibilidad), que una comisión del nuevo Ministerio de Cultura, instaurado por el gobierno de la ucd –sustituto del Ministerio de Información y Turismo franquista–, otorgaba a las películas que podían “herir la sensibilidad del público” y que no eran aptas para menores de dieocho años, debiendo exhibirse además en unas salas especializadas. Al mismo tiempo se preveía el secuestro judicial para las películas cuyo contenido pudiera infringir algún precepto del Código Penal. Esto fue lo que ocurrió, precisamente, con Saló o le 120 giornate di Sodoma (1975), de Pier Paolo Pasolini e inspirada libremente en un texto de Sade, cuando se presentó en la Semana Internacional de Cine de Barcelona en 1978 y fue secuestrada judicialmente por la denuncia de un particular.


Las actrices Ángela Molina y María José Cantudo

El 24 de febrero de 1982 se autorizaron las salas X, para películas de contenido sexual o violento explícito (en Francia tales salas funcionaban desde 1975), pero no se desarrolló su reglamento. Tal carencia provocó un conflicto, cuando el espléndido film japonés El imperio de los sentidos ( Ai no corrida, 1976), de Nagisa Oshima, recibió la clasificación ministerial “ x ” sin que existiesen todavía salas x en España. Carlos Gortari, director general de Cinematografía, desbloqueó la situación al sustituir su clasificación “ x ” por la “ s ”, de modo que el film de Oshima pudo acceder a las salas especializadas en cine erótico que ostentaban esa categoría. La instauración de las salas x para exhibir el cine pornográfico tan denostado por el feminismo de la época, fue obra precisamente de una mujer, de Pilar Miró, quien desarrolló esta normativa en abril de 1883, en su función de directora general de Cinematografía en el primer gobierno socialista. Esta permisividad sexual quebraba la férrea moral eclesiástica abanderada por la dictadura, y no es raro que el estreno de la sátira cinematográfica La portentosa vida del padre Vicente (1978), de Carlos Mira, suscitase protestas públicas en Valencia, cuna de San Vicente Ferrer.

La nueva permisividad en el campo de la moral sexual liberó también en las pantallas parcelas tradicionalmente descalificadas o proscritas, como las del ámbito de la homosexualidad, la transexualidad o el travestismo, actividades antes perseguidas por la dictadura en su Ley de Vagos y Maleantes y Ley de Peligrosidad Social. Así fueron apareciendo obras tan novedosas como Cambio de sexo (1976), de Vicente Aranda; Los placeres ocultos (1976) y El diputado (1978), de Eloy de la Iglesia , A un dios desconocido (1977) de Jaime Chavarri; Un hombre llamado “Flor de Otoño” (1978), de Ventura Pons. De este modo, la cultura de masas postfranquista conseguía rebasar tardíamente su pubertad.

LA IMPUGNACIÓN POLÍTICA

La compleja y laboriosa transición de la dictadura a la democracia implicaba, entre otras tareas culturales, la recuperación de los intelectuales y artistas exiliados a raíz de la derrota republicana. Juan Gil-Albert había regresado en 1947, para sufrir un duro “exilio interior”; Jorge Bergamín efectuó un breve y frustrante retorno en 1959 que le condujo a un nuevo exilio; Alejandro Casona regresó en 1962; Ramón J. Sender efectuó en 1974 un breve viaje de regreso, que le resultó frustrante, y regresó a California con carácter definitivo. Pero el grueso del exilio seguía en el exterior. En 1975, José Carlos Mainer publicó un libro fundamental, La Edad de Plata (1902-1931). Ensayo de interpretación de un proceso cultural, que permitía medir la magnitud del desastre que supuso la hemorragia migratoria para la cultura española. Y al año siguiente apareció, dirigida por José Luis Abellán, la obra colectiva en seis densos volúmenes El exilios republicano de 1939, que completó tal panorama.


Portadas de la revista Interviú en pleno destape español

Al iniciarse la Transición , el 5 de abril de 1976 regresó Salvador de Madariaga –el mismo mes en que volvió el historiador Claudio Sánchez Albornoz– y no tardó en tomar posesión de un sillón en la Real Academia Española, retornando luego a Suiza. Del “exilio interior” fueron rescatados los catedráticos represaliados Enrique Tierno Galván y José Luis I. Aranguren (que impartía cursos en la Universidad de Santa Bárbara, en California), quienes en octubre de 1976 reanudaron sus clases en Madrid y Salamanca, respectivamente. En enero de 1977 regresó de su exilio esatdunidense Jorge Guillén, a quien en el siguiente mes de abril se le concedió el Premio Cervantes, el mismo mes en que retornó Rafael Alberti para ejercer una breve tarea parlamentaria en las primeras Costes democráticas. La lista se iría prolongando y a ella habría que añadir la recuperación simbólica de las obras de los muertos y los proscritos, como el estreno póstumo de Orihuela, el 13 de febrero de 1977, del auto sacramental de Miguel Hernández Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (1934). Mientras que en abril de aquel año se estrenaba el film Viridiana (1961), del exiliado Luis Buñuel, galardonado con la Palma de Oro en el festival de Cannes pero prohibida por la dictadura. En diciembre de aquel mismo año, Vicente Aleixandre recibió el Premio Bobel de Literatura, en un homenaje que fue interpretado como un tributo a la fecunda Generación del ' 27, en su mayor parte trasterrada. Y en 1980 renació Revista de Occidente, prestigioso legado del magisterio de José Ortega y Gasset.

La Bienal de Venecia había dedicado su edición de septiembre de 1976 al tema España: vanguardia artística y realidad social, manifestación que constituyó no sólo un homenaje a la cultura plástica democrática yugulada por la Guerra civil, sino también un escaparate de las nuevas tendencias, entre cuyas muestras es especialmente recordable la obra del valenciano Equipo Crónica (Manuel Valdés y Rafael Solbes) Variaciones sobre un paredón. La normalización democrática en este ámbito no puede considerarse completada hasta el regreso del Guernica, de Picasso a Madrid en septiembre de 1981.

Los turbulentos tiempos de transición política fueron tanto años de recuperaciones como años de innovaciones. En abril de 1976 se estrenó el viejo film de Charles Chaplin El dictador (The Great Dictator , 1940), y en agosto de 1977 se reestrenó El acorazado Potemkin (Bronenosets Potiomkin, 1925) de S. M. Eisenstein, que Carlos Semprún se permitió descalificar en su crítica periodística como execrable propaganda estalinista, lo que alentó una breve controversia en el sector cinéfilo. Y mientras resucitaban públicamente estas viejas piezas de museo, otros emblemas del pasado asociados a la historia de la dictadura pasaban a mejor vida. Así, la proyección del noticiario No-Do dejó de ser obligatoria en agosto de 1975 y se extinguió en abril de 1981, mientras que en julio de 1977 concluían las emisiones radiofónicas extranjeras de Radio España Independiente, de titularidad comunista: eran ya dos reliquias del pasado.

Estos episodios tenían lugar en el seno de un pujante florecimiento periodístico, en el que las antiguas revistas de la “progresía” (término que designaba laxamente a las clases medias de tendencia izquierdista), como Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, se unía ahora La Calle (1978), próxima al Partido Comunista. Mientras el veterano semanario Cambio 16 (Acompañado de Diario 16 desde octubre de 1976) desempeñó un papel fundamental en aquel contexto, llegando a reproducir las declaraciones de Juan Carlos i a la revista Newsweek en que descalificaba a Arias Navarro y que motivaron su dimisión. En mayo de 1976 apareció en Madrid en diario El País, en la tradición ilustrada y orteguiana de El Sol de anteguerra.


Cartel de la película El crimen de Cuenca, dirigida por Pilar Miró en1979

Durante la Transición , los temas asociados a la Guerra civil y al franquismo irrumpieron con gran fuerza en el mundo editorial. En octubre de 1977, Jorge Semprún ganó con sus memorias de militante comunista clandestino, tituladas Autobiografía de Federico Sánchez, el codiciado Premio Planeta. Esta editorial cultivó desde 1976 el memorialismo histórico-político en su imprescindible colección Espejo de España, que recuperó textos de Dionisio Ridruejo y del general Francisco Franco Salgado- Araujo, entre otros. Al año siguiente el premio recayó en La muchacha de las bragas de oro, de Juan Marsé, novela protagonizada por un viejo falangista que escribe sus memorias desfigurando su pasado, personaje inspirado en Descargo de conciencia (1976) de Pedro Laín Entralgo, ilustre tránsfuga político que en diciembre de 1982 se convertiría en presidente de la Real Academia de la Lengua. Vicente Aranda llevaría en 1979 este texto a la pantalla con éxito. En 1980 Juan Eduardo Zúñiga publicó Largo noviembre de Madrid, libro de cuentos sobre el Madrid sitiado durante la guerra. En 1982 Fernando Fernán Gómez estrenó con mucho éxito Las bicicletas son para el verano, ambientada en la misma retaguardia madrileña y llevada a la pantalla por Jaime Chávarri en 1984. Y retrocediendo en el tiempo, el dramaturgo José Martín Recuerda glorificó a Mariana Pineda, icono del republicanismo exaltado por García Lorca, en Las arrecogías del beaterío de Santa María Egipcíaca (1976).

La literatura, el teatro y el cine, que tan profusamente abordaron en esos años el tema de la Guerra civil, constituyeron bien una indagación acerca del “trauma fundacional” de la dictadura, bien un ejercicio de “reconocimiento histórico”. Las nutridas evocaciones cinematográficas de la guerra quebraron los mitos y estereotipos políticos del franquismo, dando la palabra a los derrotados, pero no pudieron ser complacientes ni triunfalistas, porque el bando antifascista perdió la contienda. Por otra parte, debido a su edad, sus directores carecían de una memoria personal de los hechos, por lo que con frecuencia adaptaron textos de quienes los vivieron. Tal fue el caso de Retrato de familia (1976) de Antonio Giménez Rico, basada en Mi idolatrado hijo Sisí (1953) de Miguel Delibes, film épico y desmitificador situado en la retaguardia de la burguesía franquista en Castilla, en cierto modo simétrico del contemporáneo Las largas vacaciones del 36, de Jaime Camino, ambientado en la retaguardia republicana y rural de Cataluña cuyo final, que mostraba su ocupación por la caballería mora de Franco, fue amputado por la censura. Soldados (1977), de Alfonso Ungría, derivó de Las buenas intenciones (1954) de Max Aub, y La Placa del Diamant (1982), de Francesc Betriu, de la novela homónima de Mercé Rodoreda de 1962, mientras el veterano Josep María Forn rindió homenaje al presidente de la Generalitat , fusilado en 1940 en Companys, proceso a Cataluña (1979). Aunque lo más valioso de este ciclo correspondió al género documental, con títulos como Canciones para después de una guerra (1971), bloqueada por la censura franquista, y Caudillo (1976), ambos de Basilio Martín Patino, y los testimonios de protagonistas de aquel período contenidos en el amplio fresco político La vieja memoria (1977), de Jaime Camino; en el alegato anarquista ¿Por qué perdimos la guerra? (1977) de Diego Santillán (hijo del dirigente anarcosindicalista Diago Abad de Santillán y Luis Galindo; en Raza, el espíritu de Franco (1977) de Gonzalo Herralde y con la participación de Pilar Franco, y Dolores (1980), homenaje a Dolores Ibárruri por parte de José Luis García Sánchez y Andrés Linares.


Cartel de la película Bilbao, dirigida por Bigas Luna

La recuperación histórica de los cineastas alcanzó a evocar diversas crisis del siglo anteriores a la guerra. Eduardo Mendoza se reveló en 1975 con la novela La verdad sobre el caso Savolta, descripción vivaz de los conflictos político-sociales en Barcelona durante la primera guerra mundial, que Antonio Drove llevó a la pantalla en 1979. Antonio Ribas propuso, en La ciutat cremada (1976), cinta hablada en Catalán, un ambicioso fresco social iniciado en 1899, con el fin del imperio colonial, y culminado con las revueltas obreras de la Semana Trágica de Barcelona, en 1909. Ricardo Franco recreó la atávica Extremadura rural de anteguerra en su trágica y violenta Pascual Duarte (1975), adaptación de la novela de Cela (1942), pero la escena final de la ejecución del protagonista al garrote vil fue parcialmente amputada por la censura. Y Fernando Fernán Gómez evocó la etapa republicana en Mi hija Hildegart (1977), biografía de la joven Hildegart Rodríguez, autora del libro La revolución social de la juventud, que fue asesinada por su madre en 1933.

El conflicto más grave en este apartado se produjo a raíz El crimen de Cuenca (1979), basado en un suceso ocurrido en Osa de la Vega (cuenca) en 1910, cuando dos peones inocentes fueron acusados de asesinato y, torturados por la Guardia Civil , se confesaron culpables y fueron condenados. Pese a que el libro homónimo de la coguinista Lola Salvador circuló libremente, el ministerio de Cultura le denegó la licencia de exhibición; en febrero de 1980 fue secuestrado por las autoridades militares y en el mes de abril su directora procesada por “ofensas a la Guardia Civil ”. Se alzaron muchas protestas contra aquel atropello y su exhibición en diciembre en el festival de Berlín amplificó el escándalo. Tras una reforma del Código de Justicia Militar franquista El crimen de Cuenca pudo estrenarse en agosto de 1981, con el añadido de un cauto rótulo inicial aseverando que la película no pretendía ofender a nadie.

La España franquista fue presentada con mirada crítica por diversos realizadores. Mario Camus recreó el deprimido Madrid de 1940 en La colmena (1982), inspirado en la novela de Cela; el estraperlo, la prostitución y la represión política en la postguerra fueron expuestos con crudeza por Pedro Olea en Pim, Pam, Pum... fuego (1975) y el repliegue de la guerrilla antifranquista en esos años fue el tema de El corazón del bosque (1978), de Manuel Gutiérrez Aragón; mientras José María González Sinde evocaba la clandestinidad de la militancia comunista en los años sesenta en Viva la clase media (1980). Las corruptelas negociadas en las cacerías del franquismo fueron desplegadas por Luis García Berianga en La escopeta nacional (1978) y José Luis Borau ofreció un retrato implacable de un gobernador civil en Furtivos (1975). Pero no faltaron los conflictos administrativos, pues a El proceso de Burgs (1980), de Imanol Uribe, se le denegó la subvención ministerial alegando que gran parte del metraje era documental; el reportaje Rocío (1981), de Fernando Ruiz, fue secuestrado por el juzgado número 2 de Sevilla por “escarnio a la religión Católica e injurias a persona fallecida”. Pero el mayor escándalo se produjo en el ámbito teatral, cuando Albert Boadella fue detenido en diciembre de 1977 y procesado por la justicia militar por la representación de La torna, que escenificaba la ejecución por garrote vil del apátrida Heinz Chez en marzo de 1974.


Retransmisión por televisión del discurso de dimisión de Adolfo Suárez. Foto: Sigfrid Casals

Los eventos de Transición fueron evocados contemporáneamente por muchos cineastas. José Luis Garci obtuvo un gran éxito con Asignatura pendiente (1977), sobre la irrecuperabilidad del tiempo perdido, y obtuvo un Oscar por Volver a empezar (1982), homenaje al retorno de los exiliados. Gutiérrez Aragón radiografió la mentalidad de las tribus fascistas en Camada negra (1977); Imanol Uribe reconstruyó La fuga de Segovia (1982), una fuga de presos etarras acaecida en abril de 1976; Juan Antonio Bardem expuso la toma de conciencia política de un obrero en El puente (1976) y reconstruyó la matanza de abogados laboristas en Madrid en enero de 1977 en Siete días de enero (1979); José Luis García Berlanga satirizó a la aristocracia arrivista del postfranquismo en Patrimonio nacional (1980) y Nacional III (1982); y Jaime Chávarri retrató a la familia del poeta franquista Leopoldo Panero como microcosmos en descomposición en El desencanto (1976). Pero desde la extrema derecha, Rafael Gil adaptó tres exitosas novelas de Fernando Vizcaíno Casas: La boda del señor cura (1979), ... Y al tercer año resucitó (1979) y De camisa vieja a chaqueta nueva (1982). Y al campo documental pertenecieron Informe general (1977), de Pere Portabella, que no tuvo estreno comercial, y el díptico Después de... (1978-81) de Cecilia y José Juan Bartolomé.

LAS “MOVIDAS”

En abril de 1979 Enrique Tierno Galván, un rejuvenecido “viejo profesor”, fue elegido alcalde de Madrid y con su talante e iniciativas bendijo la gran fiesta laica y popular, llamada “movida”, que tenía lugar en la bulliciosa noche madrileña y en ciertos locales emblemáticos, como Rock-Ola, La Vía Láctea , Boccaccio y El Penta, e incluso contaba con centros de producción, como la Cascorro Factory (cuyo nombre era un guiño a la Factory de Andy Warhol). La “movida” madrileña constituyó una contracultura tardía (en relación con otros países) empapada de hedonismo, heterodoxia, creatividad, espíritu libertario, psicodelia, poliformismo estético y caracterizado por el individualismo y el tribalismo a la vez. Este movimiento dionisiaco se manifestó bulliciosamente a través de la música, la fotografía, los cómics, las publicaciones, las escenificaciones y el cine.


Un policía golpea a un manifestante en Madrid. Foto: Juan Santiso. Fundación Pablo Iglesias

La música supuso la actividad puntera de la “movida” y fue posible gracias a la aparición de nuevos sellos discográficos independientes como Dro e Hispavox. Uno de sus arranques se produjo en 1978, cuando el grupo Kaka de Luxe (Alaska Olvido Gara, Nacho Canut y el letrista Carlos Berlanga) ganó el primer concurso de rock Villa de Madrid y el Gran Wyoming (José Miguel Monzón) se convirtieron en figuras centrales de una corriente muy influida por el pop británico, a quienes habría que añadir a Ramoncín (Ramón Martínez), “el rey del pollo frito”, orgulloso de su procedencia vallecana y paradigma del “cheli”. Eduardo Haro Ibars, Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca (futuro barón del Partido Popular) escribieron letras para la Orquesta Mondragón , formación liderada por Javier Gurruchaga, otro personaje emblemático del movimiento. Eduardo Hro Ibars, homosexual y toxicómano, representó al “malditismo” o vector autodestructivo de la “movida”. Debutó con el libro Gay Rock (1974) y publicó los poemarios Pérdidas blancas (1978), Empalador (1980) y Sex Fiction (1981). En el abigarrado paisaje musical de la época se codearon los grupos Radio Futura, La Unión , Alaska y los Pegamoides, Nacha Pop, Mecano (con Ana Torroja), Los Toreros Muertos, Gabinetes Caligari, Las Vulpez, Barón Rojo, Tequila y Loquillo y los Trogloditas, procedentes de Barcelona.

En el campo de la fotografía irrumpieron con gran creatividad Ouka Lele (Bárbara Allende), Alberto García Alix y Pablo Pérez Mínguez, mientras sus artistas gráficos más representativos fueron Ceesepe (Carlos Sánchez Pérez) y el Hortelano (José Moreno Ortiz),y el “graffitero” oficial del movimiento fue Juan Carlos Argüello el Muelle. Su potencial expresivo se manifestó en revistas como La luna de Madrid (1983) y Madriz (1983).

La figura del manchego Pedro Almodóvar adquirió gran centralidad en el movimiento al formar, con el transformista Pablo McNamara, un dúo musical que lanzó letras paródicas, como “Voy a ser mamá.” Al mismo tiempo cultivó Almodóvar el cine underground, primero en formato Súper 8 ( La caída de Sodoma, 1975; Folle... Folle... Fólleme Tim, 1978) y luego en 16, ( Salomé, 1978), para emerger con gran éxito en el cine profesional, con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) y Laberinto de pasiones (1982), cintas que reelaboraban con desenfado y en clave postmoderna las tradiciones del sainete, la picaresca, el melodrama, el esperpento y la astracanada. Más convencional, pero emparentada al movimiento, apareció en las pantallas la “comedia madrileña juvenil”, que irrumpió con Tigres de papel (1977) de Fernando Colomo, y con otro personaje central de la “movida” , la actriz Carmen Maura y Ópera Prima (1981) de Fernando Trueba. A una original vertiente experimental perteneció en cambio el film Arrebato (1979), de Iván Zulueta, imaginativa alegoría sobre la drogadicción.

La “movida” sería novelada años después por Luis Antonio de Villena en Madrid ha muerto (1999) y por Gregorio Morales en La individuación (2003), pero su gran cronista fue Francisco Umbral, quien en 1976 ganó el Premio Nadal con Las ninfas, y siguió las vicisitudes del movimiento en su columna en El País, además de producir un oportuno Diccionario cheli (1982). Umbral consolidó su prestigio con las novelas Los amores diurnos (1979), A la sombra de las muchachas rojas (1980) y Las ánimas del purgatorio (1982). Y entre las revelaciones de este período figuró Blanca Andreu, quien ganó el Premio Adonais de Poesía en 1981 con De una niña de provincias que se vino a vivir a un Chagall.


El historiador Claudio Sánchez Albornoz, a su llegada al aeropuerto de Barajas procedente de Buenos Aires, tras 40 años de exilio. Madrid, 23 de junio de 1976

Prácticamente todas las grandes ciudades españolas tuvieron sus propias “movidas” en estos años, alentadas por la nueva permisidad de la democracia y la ascendente curva demográfica. En Barcelona, la vieja tradición libertaria renació en los festivales organizados por la CNT, mientras Las Ramblas bullían con colorista animación juvenil y popular. Una parte de su potencial musical derivó de la Nova Cancó surgida bajo el franquismo, frecuentemente con tintes de protesta política (Raimon, Lluís Llach, Quico Pi de la Serra), pero también con un impulso netamente libertario (Pau Riba, nieto del porta Carles Riba), y tuvo ocasión de expandirse gracias a los multitudinarios festivales Canet Rock, celebrados en Canet de Mar desde julio de 1975. En agosto de 1976, Juan Manuel Serrat regresó de su exilio latinoamericano para consolidarse como una gran figura, mientras en la polifonía del paisaje musical catalán destacaban las rumbas de Peret, la música salsa de Gato Pérez y las canciones de la María del Mar Bonet, de Jaume Sisa y Marina Rosell.

La revista barcelonesa El Vibora (1979), paradigma de la contracultura, se convirtió en un referente en el campo de la expresión gráfica y del cómic, y en ella destacó la provocativa obra del andaluz Nazario (Nazario Luque Vera), autor de Anarcoma (1979) y Salomé (1982). Mientras el valenciano Mariscal (Javier Errando Mariscal), afincado en Barcelona, creó la novedosa serie Los Garriris (1977), antes de triunfar en el campo del diseño profesional en la que era ya entonces la capital del “desing” peninsular.

IDENTIDADES POLIMORFAS

El nuevo tejido social español, liberado de censuras y coerciones despóticas, manifestó expansivamente su rica y colorista diversidad territorial y personal, con identidades culturales múltiples y superpuestas que por fin podían expresarse libremente. En 1975 se recuperó en Galicia el legado de Alfonso Castelao, político republicano y galleguista fallecido en el exilio, con la distribución por el Ateneo Orensano de cien mil ejemplares de sus Páxinas escollidas; en febrero de 1976 fue reconocida la Real Academia de la Lengua Vasca ; en abril apareció en Barcelona el diario Avui en lengua catalana; en julio fue reconocido oficialmente el Conceyo Bable de Oviedo, mientras José Antonio Labordeta propalaba con sus canciones su identidad araginesa... Juan Goytisolo había reflexionado de nuevo críticamente sobre la cuestión identitaria en Juan sin tierra (1975). Pero la copiosa obra de Manuel Vázquez Montalbán como poeta – Una educación sentimental (1976)–, novelista – La sociedad del manager (1977 ), Los mares del sur (1979), Asesinato en el comité central (1981)–, ensayista, periodista y polemista, demostraba que se podía ser a la vez catalán de procedencia inmigrante, militante marxista, gastrónomo, aficionado al futbol y fabulador de intrigas detectivescas. Del mismo modo que Terenci Moix sumaba las identidades del ciudadano catalán y español, del homosexual, del cinéfilo, del mitómano y del narrador bilingüe. En democracia todas las identidades podían coexistir y expresarse libremente. Incluso las identidades iconoclastas y demoledoras del Fernando Savater de Panfleto contra todo (1982). A la vez que los humoristas Forges (José María Fraguas), Peridis (José María Pérez González) y El Perich (Jaume Perich) demostraban que sus propuestas gráficas tenían validez social transversal, y el mallorquín Miquel Barceló, al triunfar en la Dokumenta de Kassel en 1982, evidenciaba que sus formas visuales rebasaban las fronteras nacionales y lingüísticas y tenían validez universal. La primera edición de la feria del arte arco en Madrid, en 1981, corroboró que, en la expresión plástica, las fronteras entre lo local y lo universal se habían vuelto borrosas.


Manifestación a la puerta del Palacio de Justicia, donde se instaló la capilla ardiente con los féretros de los abogados asesinados en el despacho laboralista de Comisiones Obreras en la calle de Atocha. Madrid, 26 de enero de 1977

Es cierto que en los años de la Transición se divulgó y cobró sentido social la expresión “desencanto”, tomada de la película de Chávarri, y que en realidad designó dos fenómenos distintos. Para la mayoría significó que los problemas cotidianos no se habían evaporado, y que la desaparición de la dictadura –en un contexto de crisis económica mundial– no actuó como varita mágica, transportando automáticamente a la ciudadanía a una arcadia feliz. Y para unos cuantos participantes activos en las “movidas” urbanas se refirió en cambio a los efectos de la heroína o del sida, o incluso de la usura de la edad. No podía pedirse a la política más de lo que la política podía dar.

El último tercio del siglo iba a ser, definitivamente, el siglo de la cultura audivisual. La cadena ser rompió el monopolio informativo de Radio Nacional de España en 1977 con su programa Horas 25. Y en ese año había en España unos siete millones de televisores, aproximadamente un aparato por familia. Al frente de rtve Rafael Ansón, nombrado por Adolfo Suárez, utilizó a fondo su poder como televisión monopolista y gubernamental en el referéndum de diciembre de 1976. Y su poder como indiscutida tribuna nacional se confirmó, bajo la tutela de Fernando Castedo, en la noche del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, cuando el Rey difundió su mensaje en uniforme de capitán general. Gran ventanal público, a las telenovelas esatdunidenses (Dallas, Dinastía) que nos explicaban que la sociedad se asentaba en dos pilares –la cama y el dinero– respondieron con éxito las incipientes narraciones seriadas de producción nacional y perfil propio (Verano azul, Los gozos y las sombras, inspirada en la obra de Gonzalo Torrente Ballester). La cultura audiovisual española empezaba a adquirir entidad internacional en esos años: Deprisa, deprisa (1980), de Carlos Saura, ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín en 1981, y Pedro Almodóvar estaba a punto de irrumpir con fuerza en el panteón cinéfilo internacional. La ciudadanía contemplaba entonces el mundo a través de la gran pantalla del cine y de la pequeña pantalla del televisor, sin ser consciente de que para la nueva generación que les seguía estas ventanas se verían desplazadas por el protagonismo indiscutible de la pantalla del ordenador.