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Desde la revolución islámica de 1979 no había una movilización de esa magnitud en Irán

Un millón desafía prohibición y marcha en apoyo a Musavi

Milicianos de Basiji disparan a la multitud; al menos seis muertos, cinco en campus de Teherán

El ayatola Ali Jamenei acepta investigar los resultados de la impugnada elección presidencial

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Iraníes participantes en la movilización antigubernamental auxilian a un herido, presuntamente por un disparo, en TeheránFoto Ap
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Partidarios del opositor Mirhosein Musavi se concentraron en la Plaza de la LibertadFoto Ap
The Independent
Periódico La Jornada
Martes 16 de junio de 2009, p. 22

Teherán, 16 de junio. Fue el día del destino en Irán, y el día del valor. Un millón de sus pobladores marcharon de la plaza Engelob a la plaza Azadi –de la Plaza de la Revolución a la Plaza de la Libertad–, bajo la mirada de la brutal policía antimotines de Teherán. Las multitudes cantaban, gritaban, reían y lanzaban ofensas a su presidente, llamándolo polvo.

Mirhosein Musavi estaba entre ellos, viajando en el toldo de un vehículo, entre el humo del escape y el calor, sin sonreír, asombrado, sin dar crédito a que una demostración tan épica pudiera florecer entre la desesperanza del baño de sangre que sucedió a la elección en Irán. Tal vez perdió los comicios del viernes según las cifras oficiales, pero este lunes fue su desfile de la victoria electoral en las calles de su capital. Terminó, como era inevitable, entre sangre y disparos.

Jamás desde 1979 la revolución iraní había acumulado manifestantes en número semejante, o con popularidad tan abrumadora, por los bulevares de esta ciudad tórrida y desesperante. Se abrían paso a codazos, se empujaban y arremolinaban por calles estrechas para llegar a la avenida principal, y luego se encontraron con antimotines de cascos de acero y garrotes alineados a cada lado. No les hicieron caso. Y los policías, horriblemente rebasados en número por estas decenas de miles, sonrieron con mansedumbre e hicieron –con gran asombro nuestro– señales afirmativas a los hombres y mujeres que exigían libertad. ¿Quién hubiera creído que el gobierno había prohibido esta marcha?

Asesinan a cinco en universidad

La valentía de los manifestantes era aún más pasmosa porque muchos ya se habían enterado de la salvaje matanza de cinco iraníes en el campus de la Universidad de Teherán, abatidos, según alumnos, por integrantes de la milicia estudiantil Basiji (partidarios del presidente). Cuando llegué a la entrada de la universidad, la mañana de este lunes, muchos estudiantes sollozaban detrás de la reja de hierro, lanzaban gritos de masacre y extendían un paño negro sobre los barrotes. Fue entonces cuando los antimotines regresaron y volvieron a invadir los terrenos universitarios.

Por momentos, la marcha de la victoria de Musavi amenazaba con aplastarnos entre murallas de hombres y mujeres que cantaban. Caían sobre rejillas para el agua de lluvia, tropezaban con árboles caídos y trataban de mantenerse al paso del vehículo del candidato, de cuyo frente colgaban vastos pendones de lino verde. Cantaban al unísono, una y otra vez, las mismas palabras: Tanques, armas, Basiji, ya no tienes efecto. Mientras los helicópteros del gobierno rugían en lo alto, esos miles miraban hacia arriba y aullaban por encima del matraqueo de las hélices: ¿Dónde está mi voto? En días titánicos acuden a la mente con facilidad los lugares comunes, pero aquello era sin duda un momento histórico.

¿Serviría para cambiar la arrogancia del poder que Mahmud Ahmadinejad demostró en forma tan precipitada apenas un día antes, cuando invitó a los opositores –se informaba de enormes multitudes que protestaban en las calles de otras ciudades iraníes– a ser sus amigos, mientras lanzaba la ominosa advertencia de que Musavi se había pasado la luz roja?

Ahmadinejad afirmó haber obtenido un triunfo de 66 por ciento en las urnas, concediendo a Musavi un escaso 33 por ciento. No es extraño que las multitudes de este lunes también corearan –y quiero decir que efectivamente cantaban a coro–: Nos robaron el voto y ahora lo usan contra nosotros.

Un polvo pesado y benévolo cayó sobre nosotros cuando avanzamos por la gran avenida hacia la amedrentadora pirámide de concreto que el sha construyó en honor de su padre y que los revolucionarios de 1979 rebautizaron como Plaza de la Libertad. Detrás de nosotros, entre los marchistas que se disgregaban, comenzaron a caer piedras en el camino mientras los basiji ponían sitio a la Universidad Sharif (parece que tienen algo en contra de las instituciones de educación superior en estos días) y un hombre se derrumbó al suelo con el rostro bañado en sangre. Pero la gran masa de gente continuó avanzando, ondeando sus banderas verdes y lanzando gritos de júbilo a los miles de iraníes que observaban desde las azoteas.

A la derecha, todos vieron un asilo a cuyo balcón acudieron los ancianos, algunos baldados, que debían de recordar el reinado del odiado sha, tal vez incluso el de su perverso padre, Reza Khan. Una mujer que debía de tener 90 años ondeó un pañuelo verde, y un hombre aún más viejo que ella salió al estrecho balcón y agitó su muleta en el aire. Miles respondieron al gesto con alaridos de euforia.

Mientras caminábamos en este vasto diluvio de humanidad, una extraña temeridad se apoderó de nosotros. ¿Quién se atrevería a atacarnos ahora? ¿Qué gobierno podría negar una multitud de este tamaño y determinación? Peligrosas preguntas.

Hacia el crepúsculo, los basiji eran perseguidos por cientos de manifestantes en el oeste de la ciudad, pero al caer la noche comenzaron a oírse disparos en los suburbios. Los que tardaron demasiado en salir de Azadi fueron alcanzados por las armas de los basiji. Un muerto, miles presas del pánico, escuchamos detrás de nosotros.

Luego de cada día soleado viene por lo regular una peligrosa oscuridad, la cual tal vez fue prefigurada por la extraña nube gris que se cernió sobre nosotros cuando nos acercábamos a la plaza Azadi la tarde de este lunes. Muchos de los miles que me rodeaban la notaron y, quemados por el sol de la tarde, parecieron caminar más rápido para acogerse a su sombra. Luego rompió en lluvia y nos empapó. Existe una débil estación lluviosa a mediados del verano en Teherán, pero llegó antes de tiempo, con la luz describiendo un arco entre las nubes como el horizonte en una pintura bíblica.

Moin, estudiante de ingeniería química en la Universidad de Teherán –el mismo campus en el que se había derramado sangre apenas unas horas antes–, caminaba a mi lado y cantaba en persa bajo la lluvia. Le pedí que me tradujera.

Es un poema de Sorba Sepehri, uno de nuestros poetas modernos, explicó. ¿Sería verdad?, me pregunté. ¿De veras cantan poemas en Teherán mientras intentan cambiar la historia? He aquí lo que cantaba:

“Debemos ir bajo la lluvia.

Debemos lavarnos los ojos

Y mirar al mundo en forma diferente.”

Nos sonrió a mí y a dos amigos estudiantes que lo acompañaban. El verso siguiente se refiere a hacer el amor a una mujer bajo la lluvia, pero no parece muy apropiado aquí.

Estuvimos de acuerdo. Nos dolían los pies. Todavía tropezábamos con tapas de atarjeas y con bordes de aceras ocultos bajo los pies de los hombres y los velos de las mujeres. Porque no sólo estaban aquí las damas jóvenes del norte de la ciudad, que visten a la moda y llevan lentes oscuros: también marchaban las mujeres pobres, las que trabajan en las calles y las señoras de mediana edad con el chador completo. Algunas, muy pocas, llevaban bebés a hombros o niños del brazo, y les hablaban de cuando en cuando, tratando de explicar la significación de este día a mentes que no recordarán en los años por venir que estuvieron aquí en el día de días.

El vasto monumento Azadi apareció a través de la luz gris como una nave espacial –habíamos caminado más de seis kilómetros–, y Moin y sus amigos pasaron una hora escurriéndose entre una masa humana tan compacta que estuvo a punto de aplastarme el pecho. Hace mucho tiempo, el sha construyó un montículo alrededor del monumento y lo cubrió de césped. Subimos trabajosamente a él y ahí, de pronto, nos sorprendió la naturaleza de todo este acto. Los lectores que han visto la película Atonement recordarán la escena en la que el héroe, un soldado británico, trepa a una duna y de pronto observa a miles de camaradas en las playas de Dunquerque. La escena que contemplamos no era menos portentosa.

En la gran zona de hierba y concreto que rodea el monumento había millares de almas que se movían, se mecían y cantaban bajo la nueva luz surgida tras la lluvia. Debían de ser por lo menos un millón y –aquí uno se esfuerza por conjurar una metáfora– eran como un gran animal, una bestia enorme que se levantaba, que resoplaba, rugía y se movía con torpeza bajo esa monstruosa flecha de concreto. Moin y sus amigos se acostaron en la hierba, fumando cigarrillos. Se preguntaron unos a otros si el líder supremo entendería lo que este acto significaba para Irán. Tiene que realizar nuevas elecciones, le dijo a Moin uno de sus amigos.

Se volvieron a mirarme. No le pregunten a un extranjero, dije. Porque no estoy muy seguro de que los padres de la revolución de 1979 miren con tanta benevolencia esta evidente demanda de libertad.

Cierto, el ayatola Ali Jamenei, el líder supremo –qué anticuado parecía el título este lunes–, había accedido a investigar los resultados de la elección, tal vez para revisar una estadística o dos. Pero Ahmadinejad, pese a su mente obtusa y a su sonrisa perenne, es un tipo rudo, en un rudo entorno clerical. Su glorioso predecesor, el hojatoleslam Mohamed Khatami, estaba en algún lugar entre la muchedumbre, junto con Musavi y la esposa de éste, Zahra Rahnavard, pero no podían proteger a esta gente.

El gobierno no es cuestión de chicos buenos y malos. Es cuestión de poder, de poder estatal y político –no es lo mismo– y, a menos que esos policías de sonrisas vacías se pasen a la oposición, las armas de la república islamica permanecen en manos del gobierno de Ahmadinejad y sus protectores espirituales. Como, a no dudarlo, lo veremos pronto.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya