Opinión
Ver día anteriorSábado 27 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Por quién vota el que no vota?
E

l debate entre abstencionistas y anulacionistas, es decir, entre quienes propugnan hoy no asistir a las casillas y quienes están por ir a las urnas para anular el voto, podría adquirir una dimensión inédita en los pocos días que faltan para las elecciones federales.

En general, los índices de abstención en la historia electoral mexicana siempre han sido cuantiosos. No es casual. Entendido como una práctica clientelar por millones de electores durante más de 70 años, el ritual de elegir representantes se reducía a una manifestación de lealtad o de obediencia al único poder que podía dispendiar los beneficios de la política. En rigor, era un ritual que grosso modo condonaba (y no penaba) la abstención como forma (incluso celebrada) de indiferencia. Finalmente, la diferencia entre los sistemas autoritarios (como lo fue el mexicano) y los regímenes totalitarios a lo largo del siglo XX residió en que los primeros se limitaban a controlar las acciones de los individuos, mientras que los segundos aspiraban a gobernar sus mentes.

Pero si se examina con más detalle, el antiguo sistema priísta fue mucho más lábil (y vulnerable) frente a sus implosiones electorales u oleadas de abstencionismo de lo que se podría pensar. Hay dos picos en la estadística abstencionista de la segunda mitad del siglo XX mexicano, que se suceden, el primero, en las elecciones intermedias de 1961, y el otro, en las presidenciales de 1976. No parece ser casual que ambas fechas fueran sucedidas por sendas reformas electorales, que querían legitimar un sistema que se sabía en control pleno de sus disidencias. En 1961, el ausentismo en las urnas alcanzó proporciones inéditas, y en 1976 el partido oficial llegó al absurdo de tener que presentarse a las elecciones sin contendiente alguno. Sea como sea, se puede inferir que la implosión ausentista del 76 causó tantos estragos en la percepción que el poder tenía de su propia legitimidad como muchos de los movimientos que se le opusieron abiertamente.

El movimiento por la abstención y/o la anulación de 2009 tiene, obviamente, características muy distintas. Para empezar es eso: un movimiento (y no una simple deriva). Ha creado ya el código de un efecto: a más votos faltantes mayor será su éxito. Por ello, sería demasiado sencillo concluir que la abstención (es decir, el no presentarse a la urna) no afectaría los tejidos esenciales de la forma, prácticamente distópica, como se concibe hoy el problema de la legitimidad. Es una acción que se propone causar un efecto de ausencia y no un efecto de presencia, operación en torno a la cual gira toda la mercadotecnia electoral actual. Habría tan sólo que imaginar un mercado sin consumidores, o al centro comercial Santa Fe sin clientes, o la exhibición de una película sin público, para imaginar sus efectos. Su fin no es movilizar, sino dejar a quienes hablan en nombre del consenso en el lugar del monólogo, hablando solos. En realidad, ya ha tenido efectos antes de la elección. Habría que escrutar, por ejemplo, las dificultades del IFE para encontrar presidentes de casillas en las grandes urbes. La información es que la gente está haciendo mutis al cargo. Un fenómeno paralelo es el rechazo de muchas instituciones públicas (¡!) para servir de espacio a las campañas electorales. Y sobre todo: la extinción del concepto de militante, y su sustitución por el de promotores del voto, que reciben una paga. En suma: un sistema electoral incapaz de afianzar las condiciones mínimas que le permiten hacer del voto la razón de su existencia. Paradójico, sin duda.

El anulacionismo parte de la idea de que un no voto es un voto, una manera de votar. Y tiene razón al respecto. Pero aquí cabría diferenciar las posibilidades del voto mismo. Habrá quienes voten por representantes locales y anulen los votos federales. O viceversa. Todos ellos guiños de un mismo embalaje: extraviar las cuentas de quienes no quieren contar.

Abstenerse o anular son dos formas de hacer presente una ausencia: la de los ciudadanos que disienten no entre sí sino de la forma en como se ha creado el consenso mismo. Habrá que ver los efectos que tiene cada una de estas variantes de un llamado a reformar lo que nadie, en la sociedad política, ni siquiera quiere mencionar.