Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de junio de 2009 Num: 747

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las piedras preciosas de Juan Marsé
CRISTIAN JARA

Onetti cuentista: el cuerpo como espejo
ROSALÍA CHAVELAS

La Santa María de Onetti
ADRIANA DEL MORAL

La última invención de Onetti
ANTONIO VALLE

Onetti y su estirpe de narradores
GUSTAVO OGARRIO

Adolfo Mexiac: la consigna del arte
RICARDO VENEGAS

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
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La última invención
de Onetti

Antonio Valle

Para Antonio y Emilia Diego
Para la mujer sin nombre, después de tantos años

Tienes razón, Juan Carlos Onetti conoce mejor que nadie la necesidad que tienen los hombres de mentir; esto sólo puede comprenderse por el caudal de ética que fluye en sus historias.

Me encantó esa reflexión de la sobreviviente que después de diluvios pensaba de nuevo en el maestro. Dijo que ese era el secreto por el cual sus personajes, aunque ya no lo desearan, se veían obligados a seguir con vida. Dejé de pensar en voz alta para apreciar cómo cantaba en su delicado tono oriental, mientras registraba lo que sabíamos todos: que Onetti no terminó la escuela secundaria; que se empleó como portero; que vivió en cuartos miserables como los de sus cuentos; que una bala atravesó el ala de su sombrero; que fue prisionero de una de las juntas militares que se pavoneó en Uruguay. Ahora ella hablaba feliz de la cama donde se refugió a vivir una temporada, del Premio Cervantes de literatura que el rey Juan Carlos le entregó.

¿Recuerdas que, como tú y yo, ella y él eran demasiado jóvenes, temibles y felices? le pregunté tratando de bromear con la “Historia del Caballero de la rosa” y “La virgen encinta que llego de Liliput”. Ella dijo que sería poco digno terminar con frivolidades el ensayito conmemorativo. Se subió en una silla y me alcanzó los Cuentos completos de Onetti.

Dentro está la trama que afectó las certezas racionales de tres de los nuestros, y eso nos incluye a ambos dijo en español del Uruguay la belleza estilizada, blanca, casi metafísica. Me puse a buscar su manuscrito hasta que lo hallé donde comienza “La novia robada”.

La cosa, epílogo, o como usted, Onetti, prefiera llamarle a esto, comenzó a terminarse cuando Vélez, el artista gráfico mediocre, el Gato Rodríguez, aspirante a poeta, y yo, su admiradora, nos reunimos en el bar de siempre. Con inusual franqueza hablamos de algunas vergüenzas e infamias olvidadas.

Viejos conocidos, siniestros y maravillosos, salieron a mi encuentro. Recordé el sueño guajiro, aquella intentona estética y utopista de mediados de los setenta. La sobreviviente volvía para aceitar la maquinaria de su propia versión de El astillero.

Después de treinta años me animé a escribirle desde el otro lado. Esa vez esperaba que encontráramos un arreglo decoroso para nuestra historia compartida. Me parecía injusto mantener así a dos de mis seres más queridos. De paso, si éramos lo suficientemente buenos, podríamos llevar ante la justicia al autor intelectual de algunas actividades y ficciones criminales. ¿No le parece asombroso que aún sigamos intentando restaurar ese proyecto fallido?

El Gato estaba convencido de que cuando usted recibiera la carta haría algo por nosotros. “Tendremos que deshacernos de las copias burdas. A estas alturas serán irrecuperables el césped de la diagonal, las palmeras borrachas de sol, las páginas amarillentas que abren las puertas en el bar, las cortinas del cine donde proyectan, en programa doble, Tierra de nadie e Inland Empire ”, dijo el Gato mirando intensamente mis pupilas dilatadas.

Antes de escribirle a usted, Onetti, le telefoneé al doctor. Quería saber en qué condiciones de salud se encontraba el Gato. No sabía gran cosa. Dijo que, después de años, Vélez lo encontró despachando combustible en la estación de gas. Él estaba en su auto liándose con la enigmática criatura que llevó al Gato al delirium tremens . Desde su inexistencia, hundido en un sobretodo beige, Rodríguez trataba de ocultar su fracaso atrás del parabrisas cubierto de burbujas. Vélez dijo que abandonó a la criatura nocturna ahogada en alcohol hablando raro en un hotel de quinta. Luego regresó a la estación, para escuchar la infeliz historia del Gato en Kansas. Entre monosílabos y balbuceos, el Gato trataba de explicar por qué dejó de invocar a la poesía. Herido con las risotadas de Vélez, no encontró mejor alternativa que escurrirse como una sombra. Treinta minutos después el ilustrador lo encontró bebiendo con la criatura nocturna en el hotel de quinta. Después de ablandarlo con algunas imágenes de la bella época , mientras la niña temblaba de frío, el Gato recordó que estaba terminando el siglo XX cuando comenzó a sospechar que usted se había olvidado de nosotros para siempre. Realmente nos fue mal ese verano. Nuestro médico nada pudo hacer por el ex poeta. El malhumor y la indigestión del galeno ya se estaban convirtiendo en el brote de cáncer que lo llevó a la tumba. Por desgracia, nuestro dermatólogo no tenía la destreza de Díaz Grey, que al parecer seguía restaurando espíritus y huesos rotos en Santa María. El Gato pensó en buscarlo para que nos atendiera. Por supuesto nunca llegó a la cita, pero sí alcanzó a cruzar el río donde sobrevivió construyendo casas para los gringos. Lo imaginaba trabajando silencioso y medio muerto de tristeza. En un arranque de piedad, Vélez le escribió diciéndole que había encontrado una cura para su trastorno maniaco-depresivo. Era evidente que Rodríguez sufriría por nosotros el resto de su vida. Comenzó a perderse en las calles de lujo donde caminaba como si fuera Tan triste como ella . Hasta que un día, desesperado por la violencia con la que desperdiciaba su vida, huyó de Kansas. Pronto, es decir, treinta años más tarde, se convirtió en el reverso de Dorian Grey: un adolescente prisionero en un cuerpo viejo. Como pudo se las ingenió para volver al hotel y hacer cola bajo la marquesina del cine que seguía iluminando las noches de la diagonal. Con lágrimas en los ojos veía las películas y los espacios transparentes del sueño guajiro, la tierra de nadie donde con metáforas lograba que habitáramos la casa que nunca construimos frente al mar. La playa donde a veces llevaba flores silvestres al dermatólogo, y también a nosotras, que de vez en cuando fingíamos salir del cementerio de la colina a ver el río y el mar, esperando que usted, Onetti, un día regresara a salvarnos con alguna ironía inteligente. Desveladas y hambrientas, esperábamos la metáfora que encendería al Ford, la frase que nos haría encontrarlo, las noticias que leeríamos como si fueran pasaportes. Seguras de que evitaría la tragedia. Hubo una época en la que el Gato dejó de hablar. Creía que con ese voto de silencio usted lo llamaría. Después de tres semanas escuchando tangos y promesas en la radio, necesitó anestesiarse con algo menos peligroso. Lo vimos hablando furtivo con Vélez a la sombra de las palmeras. Después comenzó a repetir algunas frases que usted había escrito para los extranjeros visitantes de boliches y arenas de Santa María. Oraciones construidas sólo para seres fabulosos, sólo para aquellos extranjeros que habían decidido ser felices, personajes creados para que triunfaran la valentía y el decoro. Inútilmente esperó durante semanas en el hotel a Jacob y el otro, aguardó confiado en que aparecería por el bar El Caballero de la rosa . Fue inútil. El Gato hubiera aceptado ese papel mediocre sólo si Brausen admitía ser el autor de su mala suerte. Su rebeldía le alcanzó para llegar al solsticio de aquel invierno, cuando encontró, en uno de los libros que Vélez traficaba, el título de un relato suyo parpadeando en una fecha: Justo el treinta y uno. Miró la litografía con el rostro perverso de nuestra payasita. La chica de edad indefinible sonreía sin pudor. Esa criatura sin destino ni origen no podía ser parte de la literatura; por eso aquella alienación volvió para la nochebuena con el desgraciado haciendo zumbar la punta de metal sobre su cuello. El Gato, que a pesar de todo no odiaba al arte y a los hombres, luchó por no convertirse en animal. Era tan estridente el instrumento de esta nueva historia, que comencé a dirigir mis frases y oraciones hacia Brausen. El mismo que inventó, sufrió y gozó por los criollos de Santa María; tanto como lo hizo usted, Onetti, por nosotros, nosotros que difícilmente ya sentíamos pena por las tres generaciones que se hundieron en esta diagonal o grieta a la que llamamos nuestro país. Hace tiempo que sabemos que hoy va a ser mejor que el día siguiente, que lo que valía la pena fue postergado para otra clase de vida : el poema abriendo una casa frente al mar, la niña que se salva milagrosamente de la diagonal, rabiando por alcanzar otra versión de su existencia. Así fue como llegamos a consolarnos, creyendo que esta historia ya había nacido y muerto simultáneamente en distintos tiempos y lugares. Relatos donde sus discípulos mezclaban su Tierra de nadie con imágenes del filme de David Lynch. Si no se apiada, algunas escenas de nuestro devenir podríamos haberlas lamentado de esta manera: entre nubes se acerca la dulce chica al Gato, mira a la cámara es decir en nuestra conciencia. Trata de suavizar su violencia aparentando buenos modales. En la siguiente secuencia vemos cometer un crimen a una fría y postmoderna delincuente. Después, en la Tierra de nadie, la misma muchacha blanca, anoréxica, cubre los tatuajes de su cuerpo con un vestido de niña, bebe algo, vomita, escribe un epitafio. El parte médico no explica si cuando ella se tiró por la ventana era una muñequita erótica de látex; si sufrió un último arrebato místico en el aire. En La novia robada ha dicho usted que una historia cercana a ésta ya había sido escrita y también vivida por una mujer en algún lugar de Brasil. Como la Moncha de Santa María, también nuestra niña loca un día logró escapar de la clínica psiquiátrica, sufrió una transfiguración en un país de oriente. Después de diluvios regresó a lucir pashminas bajo nuestras palmeras. Sé que no va a creerme, pero me temo que algunos muertos y paseantes de la diagonal, como el Gato, han comenzado a revelarse. Ahora sólo Dios sabe cómo, en dónde y hasta cuándo respetarán la frontera. “Tal vez un médico forense descubra en el futuro intervino Vélez, ya casi recuperado de la borrachera una acta de defunción parecida a la de María Ramona Insaurralde Zamora, que, como sabemos los aquí presentes, dice : Edad al fallecer: veintinueve años. Enfermedad causante de la muerte: Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo”, terminó de citarlo Vélez en un tono académico repugnante. Mientras hundía sus ámpulas en el wc, le ofrecí este argumento: “Puede que ese delincuente sepa algo turbio sobre usted, pero no se preocupe, el ilustrador es incapaz de distinguir si ahora mismo es de día o de noche. No sabe, por ejemplo, por qué, antes de fastidiar al Gato en el hospital, todas las mañanas nuestra santa aparece tatuada hasta los huesos. Okey, después de todo encuentra la manera de decirme que es imposible civilizar a los de acá; que no existe cura o terapeuta que alivie tanto sufrimiento. Téngame paciencia, voy a tomar prestados sus argumentos sólo un poco más. Como inventor de Santa María le solicité a Brausen que le extendiera un permiso extraordinario para que sacara de aquí, como quiera que se llame esto, al Gato Rodríguez y a su musa. Como sabe, fui a buscarlo con las evidencias; es decir con la litografía, el fallo judicial y la historia clínica. Usted y yo sabíamos perfectamente que Brausen no iba a estar, que ese día inauguraba alguna tontería en el Teatro de la República. Regresé al bar. Miré el Ford blanco estacionado. No pedí wiskey con hielo para tomarme mis sedantes. Mientras tomaba las llaves del ilustrador, ambos ya sabíamos que no era imposible desactivar el déja vu . Que yo, la mujer-niña y el Gato, nunca más aceptaríamos otra punta de carbón estallando en nuestra sangre, tampoco los teclazos de la Smith Corona , menos la punta sanguinolenta del ilustrador. Desperté a la niña. Dejé el sobre con las evidencias en la oficina del sheriff . Una corriente dulce y salada del atlántico me limpió las retinas y el parabrisas; el Gato conducía el convertible bajo el amanecer de un cielo color lavanda.

Terminé de leer el manuscrito. Le llevé leche y galletitas. No sabía qué decirle a la virgen sobreviviente, acaso agradecer que, en la última invención de Onetti, la belleza celeste logró cambiar la doble vida de nosotros.