Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de junio de 2009 Num: 747

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las piedras preciosas de Juan Marsé
CRISTIAN JARA

Onetti cuentista: el cuerpo como espejo
ROSALÍA CHAVELAS

La Santa María de Onetti
ADRIANA DEL MORAL

La última invención de Onetti
ANTONIO VALLE

Onetti y su estirpe de narradores
GUSTAVO OGARRIO

Adolfo Mexiac: la consigna del arte
RICARDO VENEGAS

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

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ROGELIO GUEDEA


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Hugo Gutiérrez Vega

PUSHKIN EN CHISINAU

Caminé por los senderos empedrados del umbroso jardín que rodea la estatua de Pushkin en Chisinau, la capital de Moldova. Ahí pasó su destierro el gran poeta del alma rusa y ahí escribió algunos de sus mejores textos. Me detuve frente al monumento de inspiración romántica y vi llegar a los pájaros del campo que, con premiosa garrulería, ocupaban sus lugares para pasar la noche protegidos por el calor de la ciudad. Con la penumbra, la estatua del poeta se ocultó por un momento y, de repente, se iluminó por las visitaciones de la luna. Los escasos paseantes hablaban en rumano y las parejas se comunicaban por medio de esa lengua universal que es el beso. Pensé que el poeta veía esas efusiones y las convertía en poemas secretos teñidos del color de la esperanza. Salieron las estrellas y, poco a poco, se fueron retirando las parejas y se fue haciendo un silencio apenas roto por el ruido de las olas y por la caída de las hojas de los árboles que el otoño enrojecía y amarilleaba.

Por la mañana había entregado las cartas credenciales que me acreditaban como embajador de México en la recién fundada República de Moldova, el presidente Mircea Snegur, era hombre robusto, sanguíneo y jovial. Hablamos un buen rato sobre su joven país, sobre la antigua Moldavia soviética, la nueva confederación rusa y el estado de emergencia en que vivía la Moldova de cultura rumana, amenazada por la tropas del general Lebed que asomaban narices y cañones desde las colinas y los amplios valles de Transnistria. El general, derrotado en Afganistán como todos los que han pretendido avasallar a los batalladores afganos, apoyaba, con la presencia de sus aparato bélico, la voluntad moscovita de mantener a Moldova en las filas de la variopinta confederación rusa. Por su parte, los moldavos estaban estrenando soberanía y gozaban en grande sus novísimas libertades. Snegur me comentó que les convenía seguir dentro de la confederación, siempre y cuando se respetara plenamente su autonomía y se les dejara establecer sus propias reglas. “No olvide –me dijo–, que un treinta por ciento de nuestra población es de origen ruso o ucraniano. Por otra parte, nuestra lengua y nuestra cultura son rumanas y queremos mantener una relación fraternal con Rumania. En fin –comentó con buen humor–, no sabemos muy bien quiénes somos y queremos saber con certeza hacia dónde vamos. Muy pronto lo sabremos. Los moldavos, como los rumanos, somos de pensamiento rápido y nuestra experiencia con las dictaduras nos indica la urgencia de dar forma a nuestro país y de fortalecer sus instituciones.” Snegur se veía preocupado, pero, al mismo tiempo, lleno de entusiasmo por la hermosa labor de crear un país partiendo de unas tradiciones, entendidas como un capitel, nunca como una lápida.

Visitamos los viñedos de la llanura moldova y nos adentramos en el laberinto de sus bodegas subterráneas. Degustamos robustos tintos y alegres blancos y, un poco achispados, recorrimos la colección de vinos que perteneció al siniestro gordo Goering, coleccionista irredento que murió con el sabor del arsénico en su boca, culpable de tantos horrores y despropósitos. En un nicho especial y cubierta de polvo se recostaba la botella añosa de un Tokay que celebraba las glorias de la vitivinicultura magiar. En el salón de banquetes, situado en el corazón del laberinto, despachamos, con la premura impuesta por el incipiente mareo, algunos platos de la cultura rumano-moldova: caviar del mar negro, mititei (pequeñas salchichas de cerdo), sarmale (hojas de col rellenas de carne) y mamaliga (la pasta de maíz que recuerda a la polenta y a nuestro tamal de cazuela). Una marmita sellada con una gruesa costra de pan de centeno, ocultaba un sápido guisote de carne con verduras. Cuando salimos del sabroso laberinto, un sol otoñal doraba los viñedos y los escritores moldavos que nos acompañaron en la deleitosa gira, lo celebraron con versos de Eminescu.

Poco antes de dejar Chisinau, fui a despedirme de la estatua de Pushkin. Una traducción al español de Selma Ancira, nuestra mujer en la patria de la lengua rusa, me permitió celebrar al poeta en mi propia lengua. Muy cerca de su estatua se encontraba la casita de su exilio. Desde un ventanuco, el poeta miraba el crepúsculo de Moldavia mientras consolidaba con sus poemas el hermoso edificio de la lengua rusa.

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