Opinión
Ver día anteriorMartes 30 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tamara de Lempicka: un icono
L

as controversias sobre Tamara de Lempicka datan de mucho tiempo atrás. No se sabe bien si es rusa o polaca, nació probablemente en 1898 y murió en Cuernavaca, asistida por su hija Kizette en 1980.

La exposición, en las salas del segundo piso del Palacio de Bellas Artes, atrae nutrido público, no sólo en vistas a que la mujer es legendaria como prototipo de una época, sino también a que la ornamentación decó del recinto es buen escaparate para exhibirla.

La muestra abre en la sala González Camarena, con una serigrafía, el número 345 de 400, cuyo original es su famoso cuadro: Tamara en Bugatti verde. Equivale a la socialité liberada de los años 20. Le sigue La mexicana, de 1947.

Tamara distaba de conocer México en aquella época, el cuadro pertenece al Museo de Nantes y obedece al gusto de la pintora por las glosas holandesas y flamencas, diría yo que en la mayoría de los casos son glosas banalizadas, que se ejemplifican en la serie de naturalezas muertas exhibidas en el muro del fondo.

Una de las mejores, de pequeñas dimensiones, está basada en el Caravaggio de la Brera de Milán; otra procede de un cuadro cubista de Legar, pero ninguna es tan mala ni tan cursi como los alcatraces disparados en diagonal. En cambio, La Naturaleza muerta con cerezas (Colección Guillermo del Olmo) indica que la mujer estaba capacitada para practicar opciones distintas a aquellas que le atrajeron fama, pues responden a lo que se piensa que es el epítome del art decó en pintura.

En esa sala, el retrato de una madre superiora de azulísimos ojos llorosos y piel perfecta parece camuflado con arrugas análogas a aquellas que se  usan para dotar de ancianidad a los actores sea en el teatro que en el cine. La faz de esta misma Madre Superiora, con idéntica nariz y ojos, reaparece en un cuadro de pretendido mensaje social titulado La huida (1940).

Es notoria la fascinación que le produjo la ropa y por eso hay que fijar atención en los atuendos de los personajes, así pretendan ser, como El viejo músico, representantes de las clases menesterosas. El personaje, en desgastado atuendo de tres piezas, gazné y bufanda, resalta sobre fondo oscuro.

A veces da la impresión de que Tamara utilizaba pincel de aire y eso sucede incluso en los cuadros de opulentos desnudos, que pueden apreciarse en la sala Siquieros con el rubro Narcisismo y contraluz.

Los fondos urbanos, también connotativos del decó, parecen inspirados directamente en Lionel Feininger, por lo menos en Calle de noche (1923). Es decir, Tamara sí acudía a los museos, a la ópera, a los cabarets y trabajaba rápido en su casa estudio de tres pisos fotografiada por Gravot.

De su belleza física no queda ápice de duda, como tampoco de la frialdad entre escultórica y mecánica de sus desnudos, que parecen recubiertos de una ligera capa de yeso. No hay regodeo sensual en las dos enormes mujeres lésbicas de boca roja que comparecen en Perspectiva, también de 1923.

El brazo izquierdo de la que está erguida es una monstruosa extremidad, que quizá conviniera a un gladiador. Junto se encuentra una pinturita, también con dos desnudos femeninos, de la colección Lahaussois; las cabezas son pequeñas y los cuerpos proporcionalmente enormes, un buen cuadro, sin duda.

Debo conceder asimismo que los dibujos en grafito exhibidos en la sala Tamayo son  deliciosos.

La mejor pieza en exhibición es el retrato que hizo de su primer marido, Tadeusz Lempitzki (1928), un dandi que parece haberle posado con renuencia.

Las poses, que ella conseguía y lograba con indudable acierto, seguramente partían de fotografías. Así como este retrato es de primera, el de El gran Duque Gabriel es una facha, con todo y el vistoso atuendo militar escarlata.

En la sala José Clemente Orozco se exhibe Pintura de los años locos. Da la impresión de que ilustraba modas y por eso los carteles que reproducen sus pinturas pueden parecer más atractivos que los originales.

La fisonomía de Kizette se reitera en varias obras; en uno de los retratos es una auténtica Lolita, que con sus tobilleras y zapatillas blancas sostiene un libro entre las manos, dejando ver la entrepierna al estilo iconográfico de Balthus, pero no hay comparación posible, más que en la intención.

Se entenderá que no padezco de manía por Tamara de Lempicka como pintora. La exposición en el Palacio de Bellas Artes sin duda da cuenta de sus fallas y logros.