Opinión
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México 2009
L

as palabras recientes de Felipe Calderón no dejan de epatar. Dijo: la falta de asideros trascendentales, como es que los jóvenes no creen en Dios, porque no lo conocen, es caldo de cultivo para las adicciones. Esa idea la pronunció el Día Internacional contra el Uso Indebido y el Tráfico Ilícito de Drogas. Esa noción soslaya la realidad –no hay evidencias científicas que demuestren que el ateísmo se asocia con genes que predispongan a la drogadicción–, es inadecuada –los asideros de los religiosos no son más sanos que los de los ateos–, es discriminatoria –en un Estado laico, como México, es inadecuado atribuir a Dios virtudes no compartidas por ateos– y es sesgada, ya que olvida fragmentos críticos de nuestra política: ¿quiénes le abrieron las puertas al narcotráfico?

El Presidente piensa que la falta de asideros trascendentales es responsable del mal camino de la juventud. Se equivoca: el problema no reside en la falta de contacto con Dios. México es una nación profundamente religiosa. Casi 90 por ciento de los jóvenes, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Juventud 2005 se asumen católicos. No es el ateísmo el camino de las drogas. Son otros los caldos de cultivo. La cruda realidad, la injusticia social y la creciente tendencia hacia un darwinismo social, retratos de su gobierno, y de la suma de los previos, son algunas de las razones por las cuales se ha incrementado la drogadicción. La venta de estupefacientes ha aumentado no sólo por el malsano placer que deviene su consumo, sino por las ganancias que produce cuando se comercializan.

La falta de oportunidades para acceder a una vida digna, la imparable corrupción, la irrefrenable impunidad, los escándalos de pederastia dentro de la Iglesia y el enriquecimiento inexplicable de algunos religiosos son lacras que alejan a los jóvenes de los discursos gubernamentales y de las propuestas religiosas.

Las nulas ofertas de los tres principales partidos, su cada vez más mediocre actuación y el cochinero en el cual han sumido a la nación son otros motivos, independientes de la falta de propuestas de Dios, por los cuales la juventud no sólo huye de nuestros jerarcas, sino que los desprecia. Falta saber si la juventud que crece bajo marcos religiosos es menos asidua a las drogas que los ateos. No lo sé, pero no lo creo. Por otro lado, aunque sería estupendo que la convicción religiosa y la devoción espiritual resarciesen las heridas sociales de nuestra nación, no sucederá.

Los jóvenes en México no se drogan por no creer en Dios. Creen en Dios. Lo hacen, como en todo el mundo, por cuestiones sociales, por modas, por la infiltración del narcotráfico, por la euforia que producen, por falta de educación, por la aventura que supone probarlas. En nuestro país, al igual que en otras naciones, es una vía para evadir la realidad y una respuesta inadecuada ante la imposibilidad para desarrollar una vida digna.

México ha abandonado a sus jóvenes. No es la falta de valores espirituales –asideros trascendentales– el ingrediente fundamental de la drogadicción. Es la frustración y la realidad inmediata las que orillan al consumo de estupefacientes. La mayoría de nuestros gobiernos han sumido en la desesperanza a millones de jóvenes. No es el ateísmo el que ha cerrado las puertas. Son nuestros partidos políticos, y su nauseabunda forma de trabajar, de robar y de mentir, los responsables de llenar de estiércol la vida pública de México y la vida privada de incontables jóvenes, sobre todo, de los más pobres.