Opinión
Ver día anteriorMartes 7 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Javier Wimer: el hombre que amaba los libros
S

e murió Ramón Sijé, con quien tanto quería.

Miguel Hernández

En el Anfiteatro Simón Bolívar de la Universidad Nacional Autónoma de México, Universidad que fuera para muchos de los que estamos aquí Madre y Maestra, venimos a hablar de Javier Wimer.

Luego de su muerte hemos contando lo que ya sabíamos. Era necesario para que la memoria no lo ocultara en esa sombra que es el olvido.

Yo diría, recordaría, que se escapó del milagro de la vida que tanto disfrutaba, así, tan de repente, que uno se ha quedado con las manos vacías y un hueco en el corazón, pues se ha ido un hombre que había sido siempre un gran amigo, en las buenas y en las malas y que hizo de la amistad, sin quererlo, sin desearlo, porque estaba en su natural, una vocación.

Wimer fue un gran dador de amistad.

Alguna vez, en medio de los tragos, me contó los últimos momentos de la vida de Emilio Uranga que había sido un muy destacado fundador del Grupo Hiperión y que abandonó la filosofía para convertirse en un amanuense de políticos y cómo, en su fin final, recuperó su dignidad y prácticamente se había dejado morir de hambre sin pedir ninguna ayuda. Me lo contó con lágrimas en los ojos por la amistad y el afecto que le guardaba.

Wimer amaba su país. Siempre atento al acontecer de la política sabía entender lo que estaba pasando y cómo las nuevas generaciones iban desdeñando a aquellos que se habían formado con un espíritu republicano. Era en cierto sentido uno de los últimos verdaderos republicanos.

Pero yo lo que quería contar de Wimer son otras cosas. Decir, por ejemplo, que tenía una cultura formada en el humanismo y que fue un gran lector, un apasionado de los libros al que le gustaba coleccionar algún tipo de ellos.

Alguna vez me mostró uno recién adquirido, impreso a mediados del siglo XVII, esplendoroso; era un tratado de plantas, con cada dibujo impreso y coloreado a mano.

–¿Y esto? –le dije.

–Por el puro gusto de ver estas maravillas –contestó.

En otra ocasión, se decidió a vender, en una época de vacas flacas, la Suite Vollard de Picasso, una carpeta que contenía 100 grabados del pintor. Llamó entonces a Emilio, mi hijo, pintor y grabador y le mostró la Suite.

–Mírala todo el tiempo que quieras, ya la vendí y mañana va a desaparecer de nuestras vidas este prodigio.

Wimer era un espíritu delicado. Supimos que esa venta le había dolido profundamente.

Su principal actividad de coleccionista la prodigó en la búsqueda del pequeño libro de grabados de Holbein sobre las de Las Danzas de la Muerte, editadas en un pequeño formato de escasos ejemplares. Por aquí, por allá consiguió algunos grabados que habían sido desprendidos de alguno de los libros que los contenían. Luego, en Ámsterdam, en una librería de antiguo, al fin consiguió un libro casi completo.

Al leer uno de los múltiples catálogos de libreros que recibía encontró que en un pueblo de los Alpes suizos vendían un libro completo de Las Danzas de la Muerte. Apuntó en una libreta el nombre del lugar y la dirección del librero. Un par de años después tuvo necesidad de ir a La Haya. Ahí tomó la decisión de ir a buscar el libro. Un sábado, a las nueve de la mañana se subió el tren que lo acercaría a ese lugar al que llegó a eso de las 12 horas. Al entrar a la librería encontró un local de ocho por seis metros atestado de libros, en los anaqueles sobre las mesas que estaban en el centro de la habitación, amontonados en el propio suelo. Un viejo librero que parecía rabino alzó la cabeza tras la montaña de libros que la cubría. Se saludaron y luego de las preguntas del anciano librero: ¿De dónde viene? ¿Qué lo trae por estos lugares? ¿Busca algún libro?, Javier contestó que quería saber si todavía conservaba la edición de Las Danzas de la Muerte de Holbein. El viejo navegó por ese mar de libros, abrió una vitrina con una llave que llevaba en el chaleco y sacó un libro, un poco o un mucho maltratado, le limpió el polvo con una brocha de pintor y le dijo a Wimer que ese polvo lo protegía un poco de la humedad.

Wimer examinó el libro cuidadosamente y luego de unos minutos preguntó por su precio. El viejo apuntó una cantidad que a Wimer le pareció exagerada, sobre todo por el estado en que se encontraba el libro. Lo siento, dijo el viejo que parecía un rabino, ese es el único precio.

Wimer dejó el libro sobre una mesa y comenzó a deambular entre esa arrumbe de libros, al paso que iniciaban una conversación libresca entre ellos: Que si tal Libro de Horas, que la edición príncipe de las Cartas de Relación, que el misal impreso en la imprenta de Juan Pablos y, así, una larga conversa hasta cuando empezó a declinar la tarde y Wimer pidió un taxi que lo llevara a la estación del Tren.

En el momento de despedirse, el viejo librero que parecía rabino puso en las manos de Wimer Las Danzas de la Muerte de Holbein.

–Lo siento –dijo Javier– no puedo comprarlo.

–No –expresó el hombre que parecía rabino–, es suyo, se lo regalo. Un hombre que ama tanto los libros como usted, merece tenerlo en su guarda.

Quiero terminar diciéndoles a ustedes que estas anécdotas contadas sobre Javier Wimer, apenas si traslucen momentos de su personalidad, y que por el solo hecho de contarlas de alguna manera ya las estamos deformando y tergiversando. Las palabras no pueden reproducir los hechos o al personaje, y acaso sólo son un apunte, un tenue boceto de lo que quieren expresar. “Nunca pueden reproducir el tiempo pasado –escribe Javier Marías–, o perdido, ni resucitar al muerto que ya pasó y se perdió en ese tiempo.

Todo lo perdemos porque todo se queda, menos nosotros, continúa Marías.

Y nosotros, en efecto, nos quedamos en el dolor y la desolación por la pérdida.