Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Treinta años después
N

unca he viajado sin un propósito, aunque a veces conozco el propósito tiempo después de haber hecho el viaje. A principios de este 2009, anunciado por María Gillman, Anthony Geist, director de la Facultad de Letras de la Universidad de Washington en Seattle, me invitó a dar una lectura. No conocía ni a Gillman ni a Geist, pero sí a Édgar O’Hara, quien es profesor de literatura hispanoamericana en esa universidad. De modo que pregunté a O’Hara qué quería que le llevara de México. Me pidió las ediciones mexicanas de varios títulos de Alejandro Rossi, al que él no conocía en persona ni ubicaba en México, pero a quien admiraba especialmente, de modo que conseguí los libros y tomé el avión.

A O’Hara le habrá sucedido lo mismo que a mí, que al verlo en el aeropuerto casi no lo reconocí. Sin bigotes, rapado y con una gorra de beisbolista con la visera hacia atrás. En realidad, no lo había visto mas que en 1981 y en una sola ocasión, que empezó en el lobby de un hotel de Lima. Él llegó a visitar a Augusto Monterroso, quien era mi marido, y pasamos la tarde juntos los tres, caminamos por la playa gris del invierno austral y nos sentamos en un bar a platicar. En el camino hacia la visita, O’Hara había parado en una que otra cervecería, y de todas tenía la prueba en los portavasos que, junto con un puñado de caparazones de caracol, sacó de su mochila y regaló a Monterroso, una bienvenida a la capital de Perú y una simbólica presentación de sí mismo, el joven poeta que sólo con copas pudo calmar la expectativa ante el encuentro con el gran escritor, al que admiraba de siempre y al que veía en persona por primera vez.

De entonces para acá nuestra relación se cultivó por carta, manuscritas las suyas y en tinta negra, firmadas por Caracol, la rúbrica acompañada de un dibujo de este molusco trazado por el propio Édgar, quien aparte metía en el sobre portavasos de diferentes cervecerías, ya no sólo limeñas, pues entre tanto se había doctorado en Estados Unidos, país en el que a partir de entonces se había quedado a vivir. Se casó con Martha Schwartz, maestra peruana, y tuvieron dos hijos.

Del par de días que estuve en Seattle, pasé el primero en la universidad, donde cumplí con el compromiso para el que había sido invitada. Pero el segundo, que fue el último martes de febrero, O’Hara me paseó por la ciudad, y en el transcurso de nuestro recorrido tuvimos oportunidad de conversar mucho, lo que hizo que nos conociéramos un poco más. Por nuestra conversación, precisamente el trozo que sostuvimos en una taberna, la Blue Moon, una especie de reliquia de los años 60, supe que compartía con Édgar la obsesión de llevar un diario, y, cuando me preguntó por escritores que suponía que yo podría conocer, me llamó la atención que lo que le interesara saber de ellos fuera si a mí me parecían humildes, pues esta virtud era el valor por excelencia que él buscaba en la amistad, y nos entretuvimos comparando definiciones del término, y aplicándoselas o no, según recuerdos muy precisos, a quienes fuimos evocando y sometiendo a nuestro juicio hasta que oscureció. También quiso saber con quién conversaba yo, pero esto me fue más difícil configurarle, ya que, aparte de la conversación que mantengo con mi diario y apenas con una que otra persona, no resulta muy humilde admitir que con quien pienso que de veras converso es con el mundo entero, pues para mí lo que publico es una conversación con mis lectores, a quienes me dirijo y tengo siempre en mente, identificados o desconocidos, vivos o muertos, pero buenos escuchas y, por tanto, buenos conversadores.

Antes de mi regreso a casa, Édgar me entregó una carta para Alejandro Rossi, que le hice llegar a la mañana siguiente. Y ese mismo día Rossi me llamó, en apariencia ni extrañado ni emocionado, sino únicamente curioso, ante la idea de tener un lector, un poeta peruano, en una universidad del noroeste de Estados Unidos. ¿Cómo es?, me preguntó; ¿es amigo tuyo desde hace mucho tiempo?; ¿platicas con él? Me pidió la dirección electrónica de O’Hara y ésta fue la última vez que hablé con él. Tres meses más tarde, al conocer la muerte de Rossi, O’Hara me escribió, extrañado y emocionado, ante el hecho de que el gran escritor Alejandro Rossi, por lo visto enfermo como estaba, hubiera tenido la humildad de contestar la carta de un simple admirador agradecido.