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El genio de Javier Wimer
J

avier Wimer: el genio que contenía muchos genios, como la lámpara de Aladino, nos llevaría a una compleja biografía plena de luz, en que los momentos de brillo opacan por mucho a las sombras, que también aparecen en la vida, en la suya y en la de todos nosotros. Pero Javier estuvo siempre cerca para fortalecer, para decir la palabra que desbarataba los nubarrones y nos hacía pensar en que la vida es también relaciones felices, placer, ironía, felicidad hasta el límite en que esta palabra es aplicable a la existencia humana.

Pero siempre he pensado que, al final de cuentas, la madre de todas las virtudes de la vida de Javier fue esa capacidad suya para la amistad, su vocación irrevocable de relacionarse tersamente con sus amigos, de tenerlos siempre presentes por arriba de cualquier otra circunstancia y de perseverar contra viento y marea en sus relaciones amistosas, que expresaba en cariño entrañable, en cuidados, en atenciones sutiles siempre inteligentes, como era él.

Hace prácticamente 60 años que conocí a Javier en las aulas y patios y corredores de la Facultad de Derecho de San Ildefonso –a unos cuantos metros de este recinto–, y con el inicié las primeras tentativas literarias. Más bien, él me inició en las primeras publicaciones, ya con su finura en el detalle, con su hondo conocimiento del idioma desde ese tiempo, con sus consejos no sólo acertados, sino necesarios. Nunca volví a redactar un párrafo sin tener presente cuál sería la opinión, la corrección de Javier.

Y por supuesto después, poco después, nuestros felices encuentros en Roma, en París, en Friburgo, y todavía más tarde en Moscú o en Nueva York. Y también encuentros con amigos cercanos con los cuales la diversidad de las ocupaciones nos alejaban eventualmente por un tiempo. Pero no, ahí estaba Javier para convocar y provocar los encuentros, para auspiciar la reanudación de contactos y relaciones que su genio nos hacía ver tan frescos y nuevos como en el primer momento. Muchos, demasiados, podrían ser los momentos narrados en que Javier auspiciaba las presencias, la renovación de los hallazgos.

Hasta el punto en que yo diría que esta generación de Medio Siglo, si existió y existe, se debe en gran medida a la vocación de unidad y amistad, a la generosidad de Javier, a su atención perseverante para que no se desvaneciera lo ya construido, para que continuaran los encuentros en esta vida, de pronto tan complicada en el monstruo de ciudad en que vivimos. Fundador de amistades, pero también en un sentido más amplio generacional, de grupo y plataforma, de lazos comunitarios que no debían diluirse y desaparecer. Aspecto central del genio y existencia de Javier, que nos hizo vivir a muchos en relación continua, ayudado siempre, por supuesto, por la disposición y mano suave y cariñosa de esa anfitriona excepcional que es la Nenuca, que tan bien seguía y modulaba los auspicios de Javier, pareja inolvidable. Indispensable, por supuesto, en las felices sorpresas gastronómicas con que generosamente nos recibían. Claro está, también un saludo muy cariñoso para Marilina y Renata.

Javier Wimer fue todo esto pero mucho más: un escritor y un editor excepcionales. En Javier, sobre la abundancia triunfó la vocación de perfección, de economía rigurosa, no páginas interminables que de todos modos se repiten y tienen el mismo eco, sino concentración y necesidad, y cuidado hasta el último detalle en la expresión. Sus artículos periodísticos, cuando había un tema o embrollo de particular significado, eran vistos y analizados con lupa por Javier, y en ellos había siempre el encuentro de una paradoja, de una estupidez a desechar y denunciar, alguna perla ridícula escondida en el galimatías de los políticos, que casi siempre denotaban corrupción o desarreglo.

Pero deseo referirme a un género literario que Javier llevó a su más alta forma de expresión: lo llamaré, a falta de otro término más adecuado (otra vez la ausencia de Javier que hubiera resuelto la duda), que llamaré viñeta, en que pintaba con tonos suaves y exactos, exaltando virtudes y marcando tenuemente defectos, vidas en proceso o terminadas que en el genio literario de Javier se convirtieron en joyas narrativas que no debieran nunca perderse o traspapelarse.

Recuerdo algunos de esos retratos vivos (¿acuarelas?) que Javier pintó de hombres y mujeres cercanos que han dejado huella ente muchos: la Memoria personal de Borges, los Cuentos y cuentas de Luisa Valenzuela, el Itinerario de Pedro Enríquez Ureña, La muerte de un filósofo, de Emilio Uranga, la de Vlady: Utopías y destierros, y muchos otros más.

Al lado de estas viñetas más elaboradas pudiera también hacerse una selección de los estupendos artículos políticos que publicaba sin periodicidad fija en La Jornada pero que, cuando salían, llamaban la atención por la finura del análisis. Sería magnífico que, por ejemplo la Universidad Nacional Autónoma de México reuniera estas perlas literarias de Javier Wimer en un tomo por demás atractivo y profundo.

Claro que tengo presente el prólogo excepcional que escribió para encabezar un libro de fotografías de un servidor sobre Nueva York: Escribir con luz, lo llamó Javier, que no sólo revela aspectos escondidos de las propias fotografías, sino secretos poco observados de la fotografía en general. La sutileza y la calidad de la mirada que le disparaban asociaciones originales, reflexiones de un observador del arte con la más alta educación y cultura visual.

Sería interminable enumerar la variada exploración que del mundo emprendió Javier. Pero no debo silenciar uno de los aspectos en que se expresó con más fuerza su ser universal: su tarea como editor, no sólo a la cabeza de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito, que cumplió con el rigor y la eficacia que lo caracterizaban sin excepción en sus empresas, sino con la estricta probidad y contención moral que invariablemente marcaron sus desempeños públicos.

Fue además Javier Wimer el editor de esa revista inolvidable trimestral que llevó por título Nueva Política, en la década de los años 70, en que reunió textos de importancia histórica para comprender algunos fenómenos del tiempo nuestro, lo mismo sobre el sistema político mexicano que sobre el fenómeno de la comunicación, adelantándose décadas a las definiciones e incluso a los reclamos que hoy están a la orden del día en nuestro país, en todos los países, para ser más exacto. La sociedad como depositaria en democracia de la genuina voluntad popular. Y, naturalmente, esos libros imprescindibles que aluden a la historia del arte y al desarrollo de los pueblos del suroeste mexicano, particularmente en el territorio que hoy ocupa el Estado de Guerrero.

Amistad acendrada y constructor de relaciones humanas inolvidables; cuidado extremo en la expresión y en el estilo no sólo de escribir, sino de vivir; genio de la observación y de la sutileza, que son imprescindibles en todo juicio profundo; cultura que fue caudal y también ejemplo de tersura y pulimento al extremo. ¿Cómo no decir que deja un hueco insustituible entre nosotros, en México y entre sus amigos? ¿Cómo no decir que su espíritu de ironía nos hace y nos hará falta en el tiempo que nos resta?