Opinión
Ver día anteriorSábado 18 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tiempo de reformas institucionales
L

a pasada jornada electoral se desarrolló en un ambiente enrarecido, de angustia, decepción y desencuentro, como no habíamos visto desde hace muchos años. Los diferentes sectores viven sus propios miedos y desconfianza. Los de mayor poder económico temen por su integridad personal, familiar y por su patrimonio frente a una delincuencia que crece en todos los campos y una evidente incapacidad gubernamental para neutralizarla. Los menos favorecidos, que son mayoría, entrampados en un círculo de degradación, son víctimas de una política económica que los excluye, y la clase media sufre los estragos del desempleo, del endeudamiento y su doloroso descenso en la escala social.

El pesimismo se incrementa por las malas noticias que se acumulan en todos los renglones. En materia económica, se anuncia que no habrá crecimiento alguno, que el producto interno bruto se reducirá hasta 10 por ciento, ubicándonos como el país con los peores resultados en la región. Esta pérdida tiene un efecto multiplicador, detrás de cada decimal hay miles de empleos perdidos o cambios a otra ocupación más precaria. En materia de seguridad, la estrategia se reduce prácticamente al tema del narcotráfico: en este campo, 3 mil 663 ejecutados tan sólo en el primer semestre dan cuenta de un escenario propio de una guerra civil. El Ejército se hace presente, no sólo en las calles, sino en buena parte de los gobiernos estatales y municipales, provocando de manera paralela violaciones a los derechos humanos motivo de denuncia internacional. En materia de competitividad, transparencia y rendición de cuentas, nuevos datos acreditan también nuestro deterioro. La calidad educativa, que suele ser la última esperanza, es cuestionada por todos los indicadores y se agrava con la carencia de recursos para responder a las expectativas de las nuevas generaciones, con dificultades cada vez mayores para acceder a la educación pública y menores posibilidades de encontrar un empleo formal; ni siquiera uno precario como los llamados de honorarios que ofrecen nuestros gobiernos.

Podemos voltear la vista en distintas direcciones: la suerte del campo, los niños jornaleros, las colonias marginales, o referirnos a casos concretos en los que el Estado asigna contratos o subcontrata servicios. Sin pretender ser catastrofista, es obvio que andamos mal, ahora hasta el gobierno canadiense, encabezado por el conservador Stephen Harper, maltrata a nuestro país y connacionales con una repentina visa en pleno periodo vacacional. Es obvio que hemos perdido respeto en el ámbito internacional.

En el entorno del año 2000 se crearon muchas expectativas de cambio. Las propuestas que se generaron en aquel entonces fueron parte de las conclusiones de la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado, encabezada por Porfirio Muñoz Ledo. Como consta en la publicación de la Universidad Nacional Autónoma de México, fueron fruto de una discusión plural. Las mismas se desarrollaron alrededor de seis grandes temas: derechos humanos y libertades públicas; representación política y democracia participativa; forma de gobierno y organización de los poderes públicos; federalismo, descentralización y autonomías; y constitución y globalidad. Nueve años después, pocas han sido consideradas por la parálisis e incapacidad de los gobiernos y por la ausencia de acuerdos con el Congreso. Hoy que tenemos el agua hasta el cuello sería fundamental retomarlas.

La necesidad de una reforma institucional es evidente ante el fracaso de políticas aisladas y la ausencia de una estrategia integral. En el momento de los fracasos se culpa a la gente y se afirma que las instituciones se mantienen vigentes. Esta se ha convertido en la disculpa común en nuestra vida política. La pretensión de una reforma es crear nuevos paradigmas que rompan los intereses creados y que establezcan nuevas relaciones de poder a través de la participación ciudadana, que convoque a una nueva responsabilidad y una capacidad distinta para brindar calidad de vida, seguridad, protección social, medio ambiente sustentable y un futuro mejor para las nuevas generaciones. Todo ello sería posible con voluntad política.

Si comparamos nuestro escenario institucional con el de otros países podemos confirmar nuestra resistencia al cambio. No queremos reconocer los avances que se han logrado en el entorno internacional en temas tan importantes como el fortalecimiento del mercado interno, el diálogo social, el mejoramiento salarial, la protección universal de la salud, el rediseño fiscal o la educación popular.

La realidad demuestra que no existen soluciones simples, porque unos problemas están vinculados con otros. Las políticas públicas están entrelazadas. Por ejemplo, es difícil pensar que el gobierno incremente los renglones de gasto social, motivo de exigencia constante, sin establecer una prioridad distinta en el presupuesto de egresos y crear condiciones para incrementar sus ingresos, claramente disminuidos en comparación con otros países de economías similares. Al mismo tiempo, existe una gran resistencia de la población a una reforma fiscal, porque desconfía del destino de los recursos al confirmar gigantescos gastos en aparatos administrativos inútiles, altos sueldos, pensiones discrecionales y seguros médicos desproporcionados, también, por el inequitativo sistema de cobro frente a las grandes empresas y grupos financieros. Es difícil combatir a la delincuencia y al narcotráfico sin una reforma integral que haga confiable el sistema de procuración de justicia y de inteligencia en contra del crimen. Resulta obvio que la actual estrategia convierte a las fuerzas policiales en víctimas; sin embargo, continúa la resistencia a propiciar cambios estructurales que otorguen eficacia a este complicado embate.

Por lo pronto, la tarea fundamental de la nueva legislatura federal será identificar, al menos, una agenda básica de reformas estructurales, romper inercias y encontrar nuevas soluciones a los viejos problemas.