Opinión
Ver día anteriorJueves 23 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mamut o la prehistoria del sexo
E

s por todos sabido que muchos teatristas, ante un determinado espacio, por extraño que parezca, piensan: Aquí se podría hacer teatro. Yo creo que es lo que le ocurrió a Marco Vieyra cuando se topó con el trolebús que el gobierno japonés obsequió al del Distrito Federal y al que logró –tras gestiones, esfuerzos y mucho tesón– convertir en el Trolebús Teatral que se encuentra en la esquina de Parque México y Sonora. A Vieyra se unieron Luis Mario Moncada y Richard Viqueira y otros artistas que desean acercar el teatro al público ante la falta de espectadores en los escenarios tradicionales, además de que siguen una corriente, no nueva, pero cada vez más fuerte, de sacar las escenificaciones de los edificios teatrales y que puede convivir –añadiendo variedad y riqueza– con montajes tradicionales. Ahora presentan su segundo espectáculo, Mamut o la prehistoria del sexo elaborado por Moncada a partir de relatos (me imagino que tomados de su blog al que no accedí) del improvisador de origen argentino y radicado en España Omar Argentino Galván, bien conocido entre nosotros por crear sus ligas de impro, dirigido al alimón por Marco Vieyra y Richard Viqueira.

No es la primera vez que actúa el dramaturgo (y excelente investigador a juzgar por su imprescindible Así pasan...) Luis Mario Moncada, puesto que se le recuerda en escenificaciones como la de Habitación en blanco de Estela Leñero y su formación universitaria acredita que tiene las herramientas para ello, pero sí sorprende su desempeño en este unipersonal, sobre todo porque no ha dejado que esas herramientas se herrumbren al no ejercitarlas con constancia en las tablas. Lo primero que destaca es su excelente condición corporal, que despliega en el pequeño espacio, con agilidad y fuerza luego la introyección de su personaje revelada en su expresión facial y sus tonos de voz, ambas cosas simultáneas y según el relato que cuenta, muy bien acompañado por Renata Wimer.

Los cinco relatos elegidos por Moncada para su versión libre terminan por ser uno solo acerca del vacío de la mera relación sexual y la necesidad que el protagonista, que cuenta y alardea de sus diversas relaciones –en un lenguaje muy crudo y explícito que repite el gozo sin gozo, si se puede decir esto, brutal y primitivo– para terminar añorando a Sara, la esposa engañada y engañosa de la que se despide con tristeza. Cada historia tiene su réplica formal en la manera en que es encarada, lo que se hace muy presente sobre todo en Cachorros de león en que son colocados en el suelo del trolebús deliciosos muñecos de cuerda y cajitas de música, muy propios de una infancia ingenua, en contraste con la sordidez de lo que se está narrando. Vampiros, Mamut, Chimpancé y Sara Locura son las otras cuatro historias, la última menos explícita sexualmente y que explica la violenta torpeza de las anteriores.

Hay que destacar la presencia de Renata Wimer que no sólo apoya a Moncada con su música –guitarra, acordeón, chelo– sino que interactúa de forma muda excepto cuando canta junto a Moncada, lo que es otra sorpresa. La habilidad de los directores impide que la música de bella presencia intente interpretar con mímica a los personajes a los que se refiere el protagonista en sus variadas narraciones, quizás a excepción del melancólico adiós final –que se remata con un chispeante diálogo ya fuera del trolebús–, sino que juega de otra manera, por ejemplo cuando golpea con fuertes palmadas el torso desnudo del actor, mientras éste prosigue su discurso, como si fuera otro acompañamiento musical, o bien ayudando a colocar y después quitar los juguetes en el suelo y su música es un elemento muy importante en la escenificación, ya sea entre cuento y cuento, ya sea durante alguno de ellos. Es muy graciosa la escena fuera de narración en que toca la guitarra con Luis Mario sentado en sus piernas, mientras ambos cantan un tango de amor arrebatado a contrapelo de la salacidad contenida en los relatos o bien marcando esta salacidad como resultado del despecho de un amor que no cuajó.