Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de julio de 2009 Num: 751

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El lenguaje erótico y lo humano
JUAN MANUEL GARCÍA

La igualdad de los muertos
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ entrevista con JUAN GOYTISOLO

Ricardo Garibay: cómo se escribe la vida
RICARDO VENEGAS

Buscar la aventura
J. M. G LE CLÉZIO

50 aniversario del movimiento ferrocarrilero
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA

Haruki Murakami: el adolescente que fuimos
JORGE GUDIÑO

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Columnas:
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Bemol Sostenido
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Cinexcusas
LUIS TOVAR

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Ilustración de Juan Gabriel Puga

Haruki Murakami:
el adolescente que fuimos

Jorge Gudiño

Dentro de un texto literario, especialmente en uno narrativo, suele conglomerarse un considerable número de elementos. Cada uno con una función específica que da al cuento o a la novela una orientación determinada. La trama puede entenderse a partir de la forma en que estos componentes se entrelazan y se mezclan. Por ello no es fortuito que las anécdotas consigan ligarse a partir de mecanismos formales. Tanto las estrategias textuales simples como las más sofisticadas apuestan a un equilibrio entre la forma y el fondo, entre la manera en la que cuentan las cosas y la historia que se está contando. Es por esta razón que las novelas pueden ser vistas como un conjunto elemental de piezas concordantes.

Sin embargo, no siempre es así. Al margen de las obras que no merecen ser consideradas por su falta de calidad, cada tanto aparecen otras en las que existen particularidades disonantes. Esto no es un elemento nocivo. Las grandes evoluciones de lo literario han tenido su génesis en un proceso de tales características: integrar dentro de un discurso consabido detalles, formas o propuestas que parecen ir en contra del mismo. La historia da cuenta de tales aproximaciones. Visto en retrospectiva, suele suceder que no son los pioneros los que se llevan el crédito. Ocurre que, en muchos de los casos, las propuestas no han terminado de cuajar y es hasta que otros autores las maduran que se puede apreciar qué tan poderosas y eficientes resultaron.

Haruki Murakami (Kioto, 1949) es un caso particular que tiene tantos detractores como seguidores. De él se ha dicho la consabida frase de “se le odia o se le ama” infinidad de veces. Una frase que, en términos de popularidad, bastaría para hacer las mieles de cualquier escritor. Pero esa no es su intención, al menos no en una primera instancia. De qué otra forma se podría explicar su reticencia a las entrevistas, a aparecer en público, a volverse famoso por su persona y no por su obra. Por otra parte, los epítetos se acumulan a la hora de querer definir su narrativa (humorística, onírica, surreal, pop); una injusticia que se ha cometido con innumerables autores y que, con Murakami, se vuelve evidente.

Adentrarse en sus novelas no es una tarea sencilla. Al menos no en una primera instancia. Bastan unas cuantas cuartillas para descubrir un juego en el que intervienen, de varias formas, los límites. El más claro es el que tiene que ver con los planos de realidad. En un primer momento los personajes parecen habitar parajes conocidos aunque lejanos (al menos para el mundo occidental). Algunos emprenden viajes mientras otros esperan a que algo suceda en los suburbios de alguna superpoblada ciudad japonesa. Y es entonces cuando comienzan a ocurrir cosas peculiares. El lector se extraña cuando, por vez primera, un personaje platica con los gatos, cuando se adentra en un pozo, cuando una adivinadora acude a sanarlo, cuando se despliega un universo paralelo o cuando se plantea la posibilidad de una reencarnación del mito edípico. Poco a poco la incertidumbre puebla la novela: la diégesis se rompe para dar paso a una mezcla entre lo real, lo fantástico, lo mágico y lo onírico. Una mezcla que atenta contra uno de los principios básicos de la narrativa, la necesidad de ser verosímil. Aun así se continúa con la lectura.

Superado el escollo de la sorpresa, habiéndose habituado a que sucedan cosas “raras”, el lector tiene la posibilidad de asistir al descubrimiento de un nuevo límite. Esta vez vinculado con los personajes. Son ellos, en sí mismos, los que se encuentran en una posición liminar. No por nada muchos son adolescentes que han emprendido la consabida búsqueda de sentido en sus existencias. Se podría decir, entonces, que los libros de Murakami tienen en los jóvenes a sus lectores modelo. No es así, al menos no del todo.

Uno de los planteamientos fundamentales de su obra está relacionado con la intensidad con la que se viven las emociones. A cualquier edad se puede gozar y sufrir como el que más. Sin embargo, los adolescentes son especialistas en ello. Pero más allá de una identificación fácil con quienes están viviendo algo similar, en las novelas de Murakami es posible reencontrarse con el que el lector adulto fue antaño: ese adolescente sufrido que circulaba en medio de todas las crisis existenciales, que se sabía incomprendido y fuera del mundo. En pocas palabras, a falta de asideros por medio de los cuales vincularse con la realidad, los personajes asisten a un descubrimiento esencial: están solos.

A la hora de buscar una clasificación en la que quepan los libros de este autor, se tendría que pensar en una que partiera del concepto de soledad. Sus personajes están solos en medio de las multitudes. Más aún, están solos y desean frenéticamente ser amados y amar en consecuencia. Es entonces cuando el lector comienza a conmoverse. Incluso los roles de género contribuyen a ello. El personaje masculino encontrará en la mujer el apoyo incondicional, sus amigas son más maduras, están mejor ubicadas dentro de su universo. Un universo que ya es el de la búsqueda, el de los tonos melancólicos, el de la conclusión de que vale más la pena vivir en el sufrimiento que condenarse al suicidio.

Son muchos los elementos que se acumulan en las novelas de Murakami; quizá, incluso, demasiados. La discusión sobre su calidad se puede hacer eterna. Mientras unos ataquen la verosimilitud otros podrán hablar de su capacidad de llevar las anécdotas al plano de lo metafórico. A la larga, poco importa. Lo relevante es que Haruki Murakami consigue algo que no logra cualquier autor: llevar al lector al contagio de las emociones. Leerlo es arriesgarse a un ataque de nostalgia de lo que alguna vez fuimos, es iniciar una batalla con el texto, es dejarse seducir por la soledad y, por qué no, es volvernos a descubrir frágiles, inconexos en un mundo saturado de objetos que no son lo que representan. Leerlo es, a la larga, confrontarse con uno mismo.