Opinión
Ver día anteriorMiércoles 29 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Enfermedad: no abandonar
S

on muchas las omisiones, voluntarias o involuntarias, de la mayoría de las escuelas de medicina. Una es la enseñanza de no abandonar al enfermo al cual poca ayuda científica se le puede ofrecer. Las omisiones, por supuesto, no son absolutas. Piedad, cuidado, altruismo, empatía y acompañar son, entre otras, palabras que pasan por el léxico de algunos médicos, pero por las manos de muy pocos. Esas vivencias, piedras angulares de la profesión y características de cualquier ser humano preocupado por el otro, son momentos efímeros dentro de la mayoría de los currículos profesionales. No existe una materia centrada en ese tipo de cuestiones, donde el médico experimentado comparta sus experiencias con quienes inician sus estudios.

La responsabilidad hacia la persona devastada por el imparable curso de la enfermedad debe ser asumida por el médico. Cuando los caminos terapéuticos se han agotado, las virtudes de los doctores se ponen a prueba. A diferencia de los enfermos terminales, cuyo fin suele ser en tiempos no mayores de seis meses, aquellos que sufren patologías crónicas requieren otro tipo de aproximación. En ambas circunstancias no abandonar al doliente es fundamental. En las próximas líneas me referiré a pacientes crónicos, cuya condición no abre las puertas de la eutanasia.

No abandonar a un enfermo es una obligación ética fundamental de los médicos, obligación que debe repensarse en el contexto de la medicina moderna por dos razones. La primera es la ya aludida cronicidad de las patologías, que además se incrementarán en número y en años de supervivencia por los avances científicos; la segunda se refiere a las nuevas reglas impuestas en el ambiente médico, como son la desagradable presencia de abogados, de compañías aseguradoras y de la biotecnología sin límites que tienden a romper la relación entre galenos y enfermos. Utilizo la palabra obligación con la intención de subrayar que los profesionistas deben ejercer el compromiso, no escrito, de responsabilizarse por sus enfermos cuando éstos lo demanden, independientemente de que no existan nichos terapéuticos para mejorar sus condiciones.

Esa noción, la de la obligación de acompañar a los enfermos, se ha difuminado en los últimos años. De hecho, en Estados Unidos las demandas más frecuentes contra los galenos no son, sorprendentemente, por negligencia, sino por no escuchar las peticiones de los enfermos. Esas peticiones suelen exigir acompañamiento y escucha. Hace años, un médico británico contó que tiempo atrás era frecuente que las mujeres que solían hacer la limpieza de las salas de hospitalización dedicasen, motu proprio, algunos minutos cada día para hablar con los enfermos, escucha que suplía a la de los médicos y enfermeras ocupados y con poco tiempo. Desde hace tiempo se sabe que los efectos de cuidar y acompañar, es decir, de no abandonar, suelen ser más exitosos que los logros obtenidos por medio de placebos.

Cuando los pacientes tienen la oportunidad de escoger a sus médicos, situación que lamentablemente casi no sucede en las instituciones públicas de cualquier país, lo hacen bajo el supuesto de que juntos sembrarán una relación que perdurará indefinidamente. Esos vínculos, cultivados y fomentados con el tiempo, fortalecidos por medio del diálogo, y profundizados durante las enfermedades, son los cimientos de la relación médico-paciente y del compromiso de no abandonar al enfermo. De ese entramado nace una narrativa propia de la enfermedad que se nutre por las vivencias de los implicados y que crece cuando el galeno tiene un verdadero interés por sus pacientes. Esa narrativa exige entender que la dependencia y la vulnerabilidad se incrementan cuando el mal atenaza y cuando son pocas las posibilidades de cura o de mejoría.

La medicina moderna cada vez está más enferma. Sus derroteros tienden a que médicos, enfermeras y personal administrativo privilegien la tecnología y las intervenciones médicas y farmacológicas en lugar de las relaciones humanas. Esa óptica aleja a los galenos de los enfermos y deviene abandono.

Las enfermedades crónicas, el dolor y las pérdidas que éstas implican construyen al médico. Esa construcción florece cuando la lectura se combina acompañando al enfermo. Modificar la tendencia actual de la medicina es imposible. Hablar en contra de ella es obligatorio.