Opinión
Ver día anteriorJueves 13 de agosto de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Dicen
J

uan Carlos Vives es uno de los más inquietos hombres de teatro con que cuenta nuestra escena. Muy conocido como actor y promotor de la Liga Mexicana de Improvisación, en el año de 2000 ganó el Premio de Dramaturgia Joven Mancebo del Castillo con su primera obra y desde entonces no ha dejado de escribir textos muy originales que bucean en el tiempo, el espacio y la identidad, los que también dirige. Junto a la actriz y productora Lorena Abrahamshon fundó la compañía autogestionaria e independiente Gran Búho Teatro que muy rápidamente se ha extendido a diversos espacios teatrales con las escenificaciones anteriores de su repertorio –y alguna nueva de otro autor– de manera simultánea al estreno de la más reciente, Dicen, que también dirige. Viene siendo característica de esta agrupación no tener subsidios y escenificar las obras con actores no excesivamente conocidos, y aun así va teniendo un creciente público fiel y una taquilla asegurada, con lo que puede llegar a ser, sin grandes aspavientos, una de las alternativas que los teatristas se plantean ante las difíciles circunstancias por las que el arte y la cultura atraviesan ante el evidente desinterés gubernamental.

Si en Autocensura, la anterior que se le conoce, Vives jugaba con los tiempos y la capacidad del ser humano de censurar sus primeros impulsos partiendo del regreso temporal de un mínimo gesto, hasta abrirse a escenas enteras, en Dicen la compleja trama se basa en la identidad de los personajes que también va convirtiéndose en laberíntica contaminación de unos con otros. Al inicio, la idea de la señora (Lorena Abrahamshon) de que, junto al matrimonio formado por sus dos trabajadores domésticos (Daniela Arroyo y Mario Eduardo D’León), pueda reconstruir los hechos que llevaron al fin de su matrimonio, al tiempo que demuestra que no está loca, puede parecer uno de esos reiterativos y manidos juegos que se pusieron de moda entre nosotros hace unos años a partir de La noche de los asesinos del dramaturgo cubano José Triana, pero a partir de esas –muy cómicas, por otra parte– escenas de lo que podrían ser una parodia de psicodrama, la trama se va enredando, con saltos de tiempo y de espacio y, sobre todo, de identidad de los personajes.

Salvo la señora iniciadora del enredo que siempre se encarna a sí misma aunque toma en un breve momento el rol de su empleada doméstica, los otros dos personajes incorporan sus propios papeles, los de sus empleadores y los de una amistad femenina y otra masculina de la señora, en una sucesión de escenas que culminan al final en cambios vertiginosos que llevan a la historia por peligrosos vericuetos que la pueden volver incomprensible, pero de la que sale, a mi parecer, limpia aunque no mesuradamente. La vertiente semipoliciaca del texto no se pierde ante estas variaciones y se acrecienta en la escena final en que se develan trucos e hipocresías. Quizás el texto, como el de Autocensura ganaría con algún recorte, ya que da la impresión de que el autor se engolosina con la madeja que va enredando, pero si el espectador cae en el mismo disfrute, valga tal como está. Porque se agradece a Juan Carlos Vives que haga un teatro divertido pero sin concesiones a un público –que no es el suyo, dado el éxito de sus obras– poco acostumbrado a pensar.

Sin más elementos que unas sillas de metal colgadas del telar, que caen con deliberado estruendo –para simular la ruptura de un jarrón que nunca estuvo en escena– al suelo y son utilizadas para las diversas escenas, el dramaturgo dirige, con muy buenos trazo y ritmo, su texto haciendo hincapié en la labor de sus actores que entraña la dificultad de los cambios de roles entre escena y otra que van cobrando rapidez de ritmo hasta volverse casi vertiginosos en un final explosivo en que, ante riesgo mortal, hace que los personajes sufran rápidas transformaciones hasta el grado que resulta difícil deslindar quién es quién hasta que cae el virtual telón. El desempeño de las dos actrices y el actor es muy bueno, sobre todo el de Daniela Arroyo y Mario Eduardo D’León, sobre los que recae la diversidad de actantes.