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Acteal y la guerra que nadie quiere ver
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Imagen de la misa celebrada por el décimo aniversario de la masacre de Acteal, en diciembre de 2007Foto Archivo / Víctor Camacho
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o que amenazó Nexos en el otoño de 2007 se ha cumplido. Los asesinos materiales condenados por la masacre de Acteal ya pasean por las calles (Pablo Romo, Emeequis 185, 17 de agosto de 2009). Y no. No exactamente. El contradictorio gobernador de Chiapas, Juan Sabines II, logró un acuerdo con los amparados por la Suprema Corte para que no regresen al municipio de Chenalhó. Noé Castañón, el actual secretario de Gobierno sabinista, informó que el gobierno estatal otorgará todas las facilidades para que estas personas recién liberadas se ubiquen en un punto geográfico diferente, y distante, dentro del territorio estatal. (La Jornada, 14 de agosto de 2009). Castañón explicó que con ello se fortalecerían la distensión, la paz y la convivencia armónica y civilizada.

La acción de Sabines y Castañón no ha merecido muchos comentarios. Mientras sociedad civil e intelectuales nos desgarramos las vestiduras por las garantías al debido proceso y la impunidad, resulta que la única manera de mantener la convivencia civil en Chenalhó es que los liberados no retornen a su municipio. ¿Qué significa este destierro? Significa que la guerra que empezó en 1994 sigue vigente en 2009. Una guerra fría la mayor parte del tiempo, pero con los contrincantes siempre listos para enfrentarse.

La guerra del Año Nuevo ha sido problemática para todos. No la deseaba el régimen priísta, pero tampoco la diócesis católica ni las izquierdas partidista e intelectual. Por eso todos nos llenaron de entusiasmo al estallar la paz, luego de sólo 12 días de combate. Pero, diría Ciorán, el entusiasmo es una pasión que nubla la razón. El proceso de paz, con sus movilizaciones civiles, cinturones de voluntarios, observadores nacionales e internacionales, diálogos en San Andrés, libros y más libros sobre el Votán Zapata, no fue capaz, no lo ha sido, de eliminar la guerra.

La guerra ha seguido siempre allí, oculta detrás del entusiasmo por el no-combate. Un viejito de Las Margaritas me decía en 1994 que él no podía entender cómo era eso de que hubiese dos ejércitos. Si hay un solo país, decía, debía haber un solo ejército (él prefería que fuera el zapatista, por supuesto). Menos de un año más tarde, en febrero de 1995, Zedillo traicionó a los zapatistas e intentó un golpe de mano. Falló. Se dice que por el rumbo de Nuevo Momón los insurgentes detuvieron la columna federal y que ese día hubo duros combates. En septiembre de 1995, el Ejército Mexicano –bajo comando del general Castillo– empezó a entrenar a los paramilitares de Paz y Justicia entre los choles. Y desde 1996, el gobierno estatal de Ruiz Ferro empezó a organizar paramilitares en los Altos. Acteal ocurrió en medio de una guerra. Una guerra de baja intensidad, sin grandes combates, sin escándalo. Una guerra de redes, como la bautizó elegantemente la Rand Institution. Pero guerra al fin.

La paradoja es que nadie quiere reconocer que hubo y que sigue habiendo una guerra en México. Nos quejamos en general de la creciente militarización, pero no reconocemos que los zapatistas son sólo uno de los grupos guerrilleros activos en la República. Vilipendiamos (con justicia) a Soberanes por la teoría de la gastritis, pero no leemos la sección de su recomendación en la que el Ejército Mexicano reconoció que su actividad en Zongolica se debe a la presencia de subversivos.

Repensemos Acteal en clave realista. En 1997 había dos ejércitos haciéndose la guerra. Uno de ellos es el Ejército del Pueblo, nacido desde abajo, desde las comunidades. Busca la liberación. El otro es el Ejército del Gobierno injusto, que necesita debilitar a la insurgencia y para ello ha organizado bandas paramilitares que ataquen a toda la población no sumisa. En Chenalhó, parte de los no-sumisos son pacifistas militantes: Las Abejas. La distinción no le importa a los paramilitares ni a sus amos. Para ellos, abejas y zapatistas son la misma cosa. Enemigos. Hasta aquí, todos los intérpretes del enigma de Acteal están de acuerdo.

Aquí es donde aparece la hipocresía del pacifismo intelectual. Si lo que hubo (y sigue habiendo) en Chiapas es una guerra; si los paramilitares sólo distinguen amigos y enemigos; si –en aquel fatal 22 de diciembre de 1997– cercano al campamento de desplazados de Las Abejas había otro de desplazados zapatistas; si el ataque de los paramilitares pretendía asesinar a todos los desplazados, y si las víctimas de la masacre resultaron finalmente sólo Las Abejas; entonces deberíamos concluir que el Ejército del Pueblo, los zapatistas, abandonaron a su suerte a Las Abejas. ¡Terrible cobardía! Por suerte, esta conclusión es improbable. Los zapatistas son prudentes, pero no rajados. Los zapatistas son disciplinados (obedecen la orden de su mando de no caer en provocaciones), pero no son inhumanos. Es improbable que simplemente hayan abandonado a Las Abejas de Acteal. No es una actitud que cuadre con su nobleza.

Pero la hipócrita sociedad civil y los intelectuales de los cafés de la ciudad preferimos siempre las versiones edulcoradas, sencillas, en las que las polaridades se muestran en sencillos blancos y sencillos negros. Por eso seguimos siendo incapaces de entender que no habrá justicia en Acteal, hasta que reconozcamos con crudeza lo que fue: un acto de guerra. Y en un acto de guerra es estúpido investigar quién es el responsable individual de qué muerte y de qué lesión específica. Lo que importa en situaciones de guerra es juzgar a los mandos, a los responsables generales de la conducción de la guerra, a los que llevaron al combate a los soldados rasos (todos ellos indígenas, por supuesto). Esto lo han entendido zapatistas y abejas desde el principio: mientras el general Castillo, Ruiz Ferro, Chuayffet y Zedillo no sean investigados no habrá justicia. En este sentido, tanto las paradigmáticas demandas de amparo del CIDE como los importantísimos precedentes logrados, y también las jeremiadas de la sociedad civil progresista por la impunidad, son parte de una horrenda distracción. Pues la guerra sigue. Por eso los asesinos liberados no pueden regresar a Chenalhó.

Reconocer la guerra es el paso indispensable para lograr lo que hace poco demandó Miguel Ángel de los Santos en las páginas de La Jornada: que se reconozca la responsabilidad del Estado mexicano por haber provocado la masacre.

* Abogado, ex miembro del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas y ex representante legal de la diócesis de San Cristóbal de las Casas