Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de agosto de 2009 Num: 755

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Pérez-Reverte: con el corazón desbocado
JORGE A. GUDIÑO

El alfabeto de Babel
SALOMÓN DERREZA

Sergio Ramírez: de una tierra de pólvora y miel
RICARDO BADA

Siete mujeres y Picasso
HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Rius: 75 años en su tinta
JUAN DOMINGO ARGÜELLES entrevista con EDUARDO DEL RÍO

Juana de Ibarbourou: 80 años de Juana de América
ALEJANDRO MICHELENA

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
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Collage de Matthew Steedman

El alfabeto de Babel

Salomón Derreza

Cedamos por un momento a la mitología, tan pródiga en metáforas de verdades inconclusas y fábulas definitivas, y admitamos que desde la maldición de Babel los hombres se encuentran separados por fronteras idiomáticas, tan difíciles de superar como de dejar de admirar.

Así, desde el momento de esa fragmentación legendaria, la proliferación de idiomas, y con ellas de malentendidos, se constituyó en el hado de la comunicación humana. Pero no sólo surgieron nuevas lenguas, hubo otras que, en medio de calladas agonías, desaparecieron devoradas por el silencio.

Persistido ha, sin embargo, inmortalmente, la nostalgia ancestral de esa lengua adánica, borrada por aquel vano furor arquitectónico. Todos los intentos emprendidos por reinstaurar la lengua única (del esperanto al uropi y del volapük al omnial) tan sólo supieron conducir a que la pluralidad de idiomas se dilatara. El motivo de estas líneas no es otro que el contribuir a aumentar el número de esos fracasos, sin bien de manera estrepitosa.

Debo aclarar, empero, que mi interés no se centra en la palabra hablada; no en la gramática ni en la sintaxis, sino en su investidura material –los signos–, y, más precisamente, en los sistemas en los que éstos suelen confabularse: los alfabetos.

Mi modesto aporte radica en la presunción de que para poder crear una lengua que le ponga fin a Babel es necesario armar, en primer lugar, un alfabeto universal, uno con el cual fuera posible escribir “todo lo que es dado pensar”, como soñara Lasswitz en su Biblioteca universal.

Para ello debemos iniciar por sumar todas las letras que componen la totalidad de abecedarios que han surgido del cincel, el punzón y la pluma a lo largo de la historia. El resultado de ese ejercicio de aritmética elemental (que nada o poco tiene de insensato) es mil 178, que representa la totalidad de caracteres, garabatos asimétricos y curvilíneos en su mayoría, de los cuarenta y cinco alfabetos conocidos a la fecha (el cirílico y el n'ko incluidos, pero también el uighur y el etrusco, hoy lastimosamente extintos). Mil 178, lo repito con augusta y templada certidumbre, pues yo mismo los conté, uno a uno, con estos dedos que se han de comer los gusanos.

Quizás huelgue decir, o no, que se trata de los cuarenta y cinco alfabetos oficialmente reconocidos como tales, es decir, aquellos que obedecen a la canónica definición de ser sistemas de signos fonográficos y unívocos, en los que a cada una de sus letras corresponde un fonema, y sólo uno, y viceversa –aun cuando ninguno lo haga de forma irreprochable, pues, por poner ejemplos, en el alfabeto latino existen consonantes distintas de pronunciación idéntica (como la jota y la ge antes de la i y la e, en español; o la efe y la uve inicial en alemán), pero también letras promiscuas, que admiten heteróclitos fonemas (como la i inglesa, que lo mismo puede pronunciarse como i que como ai).

Habida cuenta de ello, el siguiente paso lógico consistiría en agregar los signos de todos los demás sistemas de escritura. Incluiríamos, entonces, los consonantarios abjades (como el árabe y el hebreo), los alfasilabarios abugidas (el tibetano y bengalí, entre otros), los propiamente silabarios ( v.gr. el innu aimun y el katakana) y los pictográficos semanto-fonéticos (como el chino y los jeroglíficos). Mas mal haríamos en olvidar los sistemas de escritura indescifrables, como el vinca y el empleado en el Manuscrito Voynich, y de ningún modo debemos omitir los abecedarios mágicos (como el apocalíptico enoquiano y el pagano matachim) ni los ficticios (como el atlántico, el utópico y el klingón).

Llegados a ese punto, dirigiendo una mirada insatisfecha hacia lo consumado, comprenderíamos que en nuestra vasta colección de grafías faltan aún los alfabetos no escritos, como el cromático de Faur o el nerviosamente sonoro de Morse y, por no dejar, los nudosos símbolos del quipu. Al sumarlos todos llegaríamos al resultado abrumador de 286, que añadidos a los cuarenta y cinco propiamente alfabéticos arroja un total de 331: la cifra de sistemas de signos en los que la imposibilidad comunicativa del homo babelicus ha logrado coagular. Hay entre ellos algunos que constan de tan sólo de cuatro elementos, como el bioquímico alfabeto de la vida, mientras que otros llegan a acumular más signos que palabras existen en un idioma entero, como el chino, que posee más de 87 mil caracteres, mientras que la lengua de los pirahã, por carecer de palabras para los números, es el único idioma finito y apenas cuenta con unos cuantos miles de vocablos. La suma total de todos los elementos de todos los sistemas de signos debidos a la hemorrágica inventiva humana, ya podrá abismarse el lector, supera con mucho nuestras expectativas y, llega a superar la barrera de los 100 mil.

Pero, no contentos con ellos, urgidos por la insaciable ansia de completud, nos veremos obligados a agregar otras escrituras, inéditas en su consistencia, hechas con sustancias rencorosamente desdeñadas. Tendremos así que crear un abecé de olores, inventar otro de caricias y construir uno más con las diferentes intensidades del silencio. Y sólo cuando hayamos concluido esa última, afanosa etapa habremos alcanzado nuestro objetivo: contaremos finalmente, ¡oh, glorioso día!, con todos los elementos del alfabeto de Babel.

Pero –se alarmará el lector– ¿cómo establecer un orden en nuestro hinchado abecedario? ¿Cómo fijar una secuencia lógica entre un nudo en una cuerda, una muesca en la piedra o una mancha en el papel? ¿Cómo, por todos los santos, poner en serie un color, un agitar de banderas y una efe? Para aliviarlo de ese justificable prurito, baste decir que, hasta la fecha, el hombre ha sido capaz de ordenar los elementos de los grupos más disímiles (como la azarosa linealidad instituida entre los días de la semana y la no menos caprichosa sucesión de la a, la be, la ce, etcétera). Es por eso que no me cabe la menor duda de que su portentosa furia taxonómica logrará establecer algún día también un orden –llamado babélico– en nuestro alfabeto universal. Y, entonces, sin haberlo buscado, contaremos con la base material para dirigirnos a Dios en Su lengua verdadera.