Opinión
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Acteal, los que no se fallaron
F

ue una misión de purificación, una acción noble. Se trataba de acabar con los pukuj (clase de demonio en tzotzil) y con los gusanos que contaminaban el pueblo. Por eso se prepararon para atacar Acteal un día después. Era el 21 de diciembre de 1997.

Ese día, los paramilitares se reunieron en la población de Pechiquil. Hasta allí llegaron priístas de las comunidades Los Chorros, Puebla, Chimix, Quextic, Pechiquil y Canonal, todas del municipio de San Pedro Chenalhó. Los mandos les dieron la orden de ir bien desayunados al día siguiente, y de disponerse a cargar el café pizcado por las futuras víctimas. La cosecha del aromático había comenzado apenas en noviembre. Para darse valor y no fallar en el trabajo, se prepararon con trago, drogas, rezos y ceremonia. Dijeron: la sangre purifica y se aprestaron a celebrar la masacre.

El 22 de diciembre unas 350 personas oraban en la explanada de un cafetal que les servía de refugio, junto a la ermita católica del lugar. Era su tercer día sin probar bocado. Creían que el ayuno y la oración servirían para expulsar los pukuj. En su mayoría eran ancianos, mujeres y niños. Formaban parte de la organización civil pacifista Las Abejas.

Ese día unos 80 paramilitares los atacaron con armas largas. Vestían de negro y de azul, a la usanza de la policía de Seguridad Pública. Algunos llevaban paliacates rojos en la cabeza. Varios fueron trasladados por el camión del ayuntamiento. A otros más los condujo desde Los Chorros un vehículo resguardado por la policía estatal.

Casi a las 11 de la mañana se comenzaron a escuchar disparos. Las balas de los AK-47 atravesaron las tablas y alcanzaron la imagen de la Virgen de Guadalupe; también los cuerpos de muchos de sus creyentes. Los niños lloraban. Los ayunantes trataron de huir y esconderse. Era una lluvia de balas espantosa, contó uno de los sobrevivientes. El saldo trágico es conocido: 45 asesinados, todos integrantes de Las Abejas.

Cerca de las seis de la tarde, los asesinos regresaron a celebrar su hazaña. Ese día hubo fiesta. Durante todo ese tiempo, policías y sus jefes permanecieron a escasos 200 metros sin intervenir, mientras varias dependencias gubernamentales negaban que sucediera nada. Ya en la cárcel, Pedro, un joven tzeltal paramilitar, con lágrimas en los ojos por tanto niño muerto, le dijo a su jefe Tomás Pérez: pero no me fallé, cumplí con mi trabajo.

Muchos de esos paramilitares eran jóvenes sin empleo, sin tierra y sin futuro, del ejido Los Chorros, una localidad con mayor población que la cabecera municipal. Sin posibilidad de participar en la asamblea que decide los asuntos importantes del ejido, sin vida social colectiva, eran una especie de parias que sobrevivían de milagro. Las armas les dieron prestigio, ingresos y un modo de vida. Fueron adoctrinados en el odio. Sus instructores les proyectaron videos educativos en los que se alternaban contenidos pornográficos y de adiestramiento militar. Además les proporcionaron trago, drogas y protección.

Los paramilitares impusieron su ley plenamente en ocho de los 61 parajes que forman el municipio. El EZLN controlaba 38. Para tratar de que 17 parajes pasaran a sus manos, los priístas recurrieron al terror. Quemaron casas, expulsaron a sus contrarios, les prohibieron reunirse, robaron sus cosechas, animales y pertenencias y cobraron impuesto de guerra: 25 pesos por persona. Los ancianos fueron humillados. Se les obligó, por ejemplo, a desplumar los guajolotes robados. Incluso algunos priístas que rechazaban la violencia y la polarización fueron brutalmente agredidos por sus compañeros de partido. Miles de campesinos tuvieron que dejar sus viviendas y refugiarse en improvisados campamentos.

En Los Chorros, la convocatoria para formar un grupo paramilitar provino, en septiembre de 1997, de las casa de Antonio Santís López. Acababan de regresar exitosamente a Chenalhó los delegados de la marcha de los mil 111 zapatistas hacia la ciudad de México. Andrés Aubry y Angélica Inda narraron en este diario la historia: ante todo el pueblo Antonio exhibió un cuerno de chivo y lo disparó contra el muro de la escuela. Aseguró que el arma era suya y que sus dos hijos tenían sus propias AK-47. Concluyó diciendo: Sólo el PRI salva, y sólo estas armas salvarán al PRI.

El guión de esta trágica puesta en escena fue escrito fuera de las comunidades que lo padecieron. Se redactó en las más altas esferas del poder. Sus líneas generales pueden verse en el Manual de guerra irregular, de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Allí se recomienda meter en el agua de la población civil a peces más bravos que el pez guerrillero para atacarlo, usando para ello unidades de personal civil o militarizado en terreno propio, dirigido, asesorado y coordinado por el comandante militar del área. El personal civil armado que perpetró la masacre de Acteal fueron esos peces más bravos.

Los recientemente desclasificados documentos de la Agencia de Inteligencia de Defensa de Estados Unidos (DIA, por sus siglas en inglés), en los que se informa sobre el apoyo directo del Ejército Mexicano a paramilitares en Chiapas, como parte de la guerra contrainsurgente contra las bases zapatistas, demuestran que la matanza fue una acción de guerra del gobierno mexicano, y no producto de un conflicto intercomunitario.

El documento revela que las fuerzas armadas contaban con autorización presidencial para formar equipos militares encargados de promover grupos armados en las áreas conflictivas de Chiapas. Explica, además, que durante la masacre de Acteal oficiales de inteligencia del Ejército se involucraron en supervisar a los grupos armados en los Altos de Chiapas.

En Acteal, los asesinos tuvieron permiso para matar. Ahora la Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de expedirles, además, patente de impunidad. Los paramilitares no se fallaron, cumplieron con su trabajo. El Estado que los prohijó tampoco: ahora están libres o se preparan a salir de la cárcel.