Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 30 de agosto de 2009 Num: 756

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Bajarlía: el poeta que descendió del futuro
STELLA AVARADO

El amor cuando falla
EPAMINÓNDAS J. GONATÁS

De una acera a la de enfrente
GUILLERMO SAMPERIO

La cosa es la obra
O. HENRY

Confesiones de un humorista
O. HENRY

Tres poetas

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

UNA BÚSQUEDA LIBERADORA (I DE II)

“Le huí por los senderos de la noche y el día, le huí bajo los arcos de los años, le huí por los caminos laberínticos de mi propia mente y la lluvia del llanto”, dice el poeta Francis Thompson en su obra principal El lebrel del cielo. El hombre huye de los efectos de una excesiva iluminación; el fuego de lo divino es tan intenso que se impone sobre las debilidades humanas. “El éxodo de Dios es una marcha hacia Dios”, confiesa el gran escritor italiano –o, mejor dicho, siciliano, Leonardo Sciascia, en los momentos en que se siente perseguido por algo que no puede explicarse y que supera los más altos desarrollos intelectuales de su filosofía. Ángel Darío Carrera, franciscano, puertorriqueño, hombre que busca en la teología los emblemas de la liberación (hace poco, en este suplemento que intento coordinar publicó una notable entrevista con Gustavo Gutiérrez), estudiante perpetuo, caritativo fraile, persona llena de una serenidad que sabe transmitir a través de su actitud y de su visión del mundo y de la realidad, es otro perseguido por los lebreles celestiales, otro que sabe muy bien que el mejor viaje es el retorno, otro que, como Chesterton, salió de una isla verde y recorrió el mundo para encontrar su destino. Muchos años más tarde, desde la cubierta de su frágil corbeta, vio las luces del lugar buscado con tanto afán. Se trataba de la misma isla verde de la que había partido en plena mocedad.

El libro que tenemos en nuestras manos se titula Perseguido por la luz, y contiene un itinerario espiritual en el cual la búsqueda, la certeza humilde –hay otras certezas iracundas y prepotentes– y los recodos del camino iluminados por obra y gracia del misterio, se exponen a través de una poesía transparente que ama las palabras precisas y teme las confusiones propiciadas por lo prolijo o por lo pretendidamente hermético. En este sentido, Ángel Darío es seguidor de Huidobro y, por lo tanto, se asombra ante la belleza de lo que Gide llamaba “alimentos terrenales” y sabe que la poesía, como lo afirmaba Huidobro, tiene sus territorios, sus espacios aéreos, sus profundidades marinas bien acotados. El mundo de la belleza no necesita de ella para mostrar sus grandezas: “No agreguéis poesía a lo que ya la tiene sin necesidad de vosotros”, decía Huidobro a los de su raza y obsesión. Por otra parte, tiene razón Ángel Darío cuando nos dice que el poeta busca la felicidad cuando se le ha ido. Es entonces cuando aparece la nostalgia, esa saudade pessoana que se consume en sí misma. La felicidad y la tristeza son las dos caras de la misma moneda. Por eso el personaje del Godot becketiano pregunta candorosamente: “Y ahora que somos felices, qué es lo que vamos a hacer.” Fingir, pero fingir de verdad. “Finjamos que soy feliz”, dice Sor Juana ante un espejo, ese mismo reflejo que en la poesía de nuestra monja es, como su pintura, “un engaño colorido” que termina siendo “cadáver, polvo, nada”. Todo esto es cierto, pero “nadie nos quitará la gracia intacta del minuto ganado a la tristeza”. Ese minuto es la esencia misma del poema, su semilla más profundamente enterrada. “Todo se nos puede perdonar, menos no haber sido felices”, decía Canetti poco antes de que el “inclemente señor” lo tomará de la mano.

El prólogo muestra con claridad y modestia la estrecha relación que nuestro poeta tiene con la poesía de todos los tiempos, así como la información que maneja con soltura, que está impregnada de afecto y alejada del más pequeño asomo de erudición acumulativa y vacua. Ángel Darío establece una poética que tiene como estrellas marinas a San Juan de la Cruz, alfa y omega de nuestra poesía, y a Rimbaud, poeta que abrió las puertas de la fe a un Paul Claudel asombrado ante los vitrales de Notre Dame. Por otra parte, la notable brevedad de los poemas nos hace recordar al mundo japonés. Esta precisión es un camino ideal para buscar la luz a través del poema. Nos lo dice al final de sus palabras preliminares: “Luz, a todas luces innombrables./ Leve y fugitiva, a Amor sabe.”

(Continuará)

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