Opinión
Ver día anteriorDomingo 6 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Viaje de botas
P

ara ir en febrero de la ciudad de México a la de Seattle, únicamente tres noches y dos días, y adaptarme lo mejor que pudiera al papel de la escritora moderna que viaja sola de una invitación a otra y siempre con el equipaje mínimo, que no va más que a dar una lectura aquí o allá, en una universidad nacional o extranjera, no llevé otro par de zapatos que el puesto, unos botines de cuero que, aunque quizá no lo más adecuado para el invierno con más lluvia que frío hacia el que me dirigía, me acomodaban y me gustaban y los usaba casi diariamente y casi en toda oportunidad.

Sufrí el primer arrepentimiento en Cabo San Lucas, donde, para mi sorpresa, el avión hizo una escala de más de una hora, y adonde, de haberlo sabido, yo habría llegado de sandalias anchas, ventiladas y de hule, pues el calor en el aeropuerto era insoportable, incluso más que mi sensación de estar haciendo el ridículo, con unos botines de cuero, o en todo caso para nada de quien está, ni aunque y por desgracia sólo de paso, frente a una playa en el Pacífico. Qué ganas de haber sido una verdadera mujer de hoy, capaz de zafarme los botines ahí mismo y esperar con los pies al aire y desnudos la reanudación del vuelo, desinhibida, feliz, en lugar de arrinconarme a leer o a anotar en mi diario lo mal que me sentía, lo acalorada y risible, de botines de cuero. Y qué lejos estuve en esos momentos de imaginar que, igual que el viaje, el trauma producido por mi calzado apenas empezaba a conformarse y a arraigarse en mí.

A medida que fueron pasando las horas de mi estancia en Seattle se fueron sucediendo unas a otras más contriciones debidas a mis botines. A la mañana siguiente de mi llegada a media noche, ante la barra del desayuno del comedor del hotel, mientras otra sesentona, que podía ser maestra universitaria, detectaba con visible gusto el perfume que uso y me señalaba y se refería a mí como La dama del aroma fascinante, y con naturalidad de persona desenvuelta me preguntaba el nombre, yo reparaba en sus botas y se las envidiaba, sin iniciativa, a mi vez, de averiguar en dónde las había comprado. Cómo quise sustituir de inmediato los botines que yo calzaba, enfundar mis pies en unas verdaderas botas para lluvia, de hule y amarillas como las de La señora del olfato de buen gusto.

Entrada la mañana, mientras el fotógrafo de un periódico me hacía posar en una banca del campus, yo miraba de frente a la cámara, menos empeñada en atraer la lente hacia mis ojos que con la hipnótica finalidad de distraerla de mis pies. Sufría ante la posibilidad de que, al quedar impresos, mis botines hablaran de mi imprudencia y de mi falta de adecuación, podía esconder un pie detrás de una pierna, pero no los dos. La incongruencia que iba a transmitir a través de mis botines iba a determinarme más que cualquiera de las reflexiones que hubiera hecho en la entrevista a la que mi imagen de botines habría de acompañar.

Lo peor sucedió en la tarde, en el transcurso de la inauguración de la primera Semana de México en Seattle, motivo para el que fui invitada como escritora y como mujer, pues en esta ocasión el programa se dedicaba a La mujer mexicana, a quien yo representaría en el campo de las letras. En cuanto llegué al auditorio y supe que la cónsul de México estaba presente, miré mis botines y quise darme la vuelta y desaparecer. Habría preferido no cumplir con mi compromiso, pasar por irresponsable y perder cualquier mérito que la invitación hubiera podido significar en mi carrera, a tener que enfrentar el momento en que la cónsul bajara la vista y se fijara en mis botines.

Ella, especialmente, estaba arreglada para la ocasión. No me desestabilizó el vestido escotado, las uñas decoradas o el corte de pelo, pero sí los zapatos, modernos y de etiqueta, opuestos en todo a mis botines del diario y de cuero. Además, podría jurar que, si la cónsul se disculpó de asistir a la cena que cerró las actividades inaugurales, no fue porque hubiera sufrido el ataque de migraña con el que pretendió justificarse, sino acusadoramente por mi calzado. Lo consideró impropio y hasta grosero, por lo menos para representar, no tanto a las escritoras y a las mujeres del mundo, y ni siquiera a mí misma, sino específicamente a las escritoras y las mujeres de México, nuestro país, de la cónsul ajustada, y mío, la escritora sin práctica en la modernidad.