Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los paradigmas y el futuro
A

hora que están calientes las ideas reformadoras en el mundo (y en México también, aunque por el momento sean meras anticipaciones retóricas al descontento creciente), una cosa es cierta: la vieja sabiduría de matriz conservadora y neoliberal está en crisis y sus más connotados epígonos echan mano de lo que encuentran para salvar la cara, incluido el keynesianismo tan vituperado en años recientes. La metamorfosis ha sido posible porque los que sabían cómo hacer las cosas y dictaban las reglas encaramados en los organismos internacionales o en los centros de poder financiero ahora está confundidos y no saben bien a bien qué pasará mañana.

En otras palabras: el paradigma que guió la última expansión capitalista de la que surge la globalización está herido de muerte y si aún se ignora con qué premisas será sustituido, si bien la propia realidad advierte ya sobre el sentido de la mudanza.

A este tema el maestro David Ibarra dedica un breve, pero brillante ensayo (Oteando el futuro, El Correo del Sur, La Jornada Morelos, 6/8/09), que recomiendo ampliamente a nuestros lectores, pues habida cuenta del momento particular de México es indispensable revisar críticamente estos asuntos, si no queremos vernos envueltos, una vez más, en las últimas ocurrencias oficiales, tan atentas a las modas como impermeables a las ideas que verdaderamente fortalecen el debate nacional.

Ibarra distingue entre los paradigmas de las ciencias y la economía. En el primer caso, la evidencia empírica, la replicabilidad, deciden sobre su validez. No ocurre así con la segunda, pues aunque los paradigmas tienen la función esencial, indispensable, de imprimir orden en las relaciones económicas internacionales, atendiendo prioritariamente la visión e intereses de las naciones líderes, lo cierto es que éstos invariablemente ofrecen verdades, anhelos sociales e individuales, entremezclados y sintetizados en planteamientos ideológicos atractivos.

No extraña, entonces, que aun en el árido terreno donde los expertos libran sus batallas, mezclados con los tecnicismos reluzcan ciertas aspiraciones o deseos insatisfechos. Y es que, pese a su vestimenta científica, algunos paradigmas económicos son traducciones de valores contenidos en venerables filosofías del pasado, cuando no prejuicios edulcorados con la fraseología de la modernidad. Es imposible, como bien dice Ibarra, sostener sin un tufo antidemocrático que “las decisiones individuales –con alguna excepción, tratándose de bienes públicos– resultan siempre superiores a las decisiones colectivas”. Pero ése ha sido y es el abc del individualismo, el argumento empleado para oponer libertad y cohesión social en nombre del mercado, la clave del horror a lo público, que ha fomentado, como nunca, la noción de que el hombre es el lobo del hombre. Bajo el peso de tales prejuicios, los objetivos racionales sobre la equidad y la igualdad de los seres humanos que acompañan al capitalismo desde su nacimiento (y antes) se hundieron aplastados por los embates de las furias neoliberales al conjugar los únicos tres verbos incluidos en su cartilla única: liberalizar, estabilizar, privatizar, es decir, los medios aplicados al objetivo de la demonización del Estado y todas las formas de cooperación social.

En la economía, la revolución conservadora consignó en el nuevo catecismo liberal ciertas verdades inamovibles, como las ventajas del equilibrio presupuestal en cualquier circunstancia, la supresión de aranceles y subsidios, la reducción de los impuestos directos, la restricción al crédito público, junto con la más absoluta liberalización financiera cuyas consecuencias catastróficas a estas alturas ya no necesitan demostrarse. Y así en todas las esferas de la vida pública y productiva, incluyendo el combate a la pobreza, siempre visto como una estrategia subordinada a la política económica imperante, el paradigma se convirtió en pensamiento único, en dogma sin aliento.

La crisis financiera global –plantea David Ibarra– puso en entredicho al canon neoliberal y la forma de concebir hasta ahora la globalización. Y comienza la rectificación. Algunos reinventan a Keynes; otros a Marx, pero lo que viene, el futuro, poco se parecerá a los modelos del pasado. Cierto es que abundan las coincidencias, incluso entre quienes parten de premisas diferentes, pero la casi unanimidad en la descripción, que no en el diagnóstico, no asegura la elaboración de un nuevo paradigma de alcance universal.

En el plano práctico –escribe Ibarra– no existe aún consenso entre los gobiernos, ni entre los especialistas, sobre los cambios paradigmáticos que debieran implantarse, ni sobre las salidas a la primera recesión sincrónica de alcance planetario. Por lo pronto, asumiendo que la cuestión no es en absoluto trivial, más que inventar las alternativas, la teoría debe examinar los hechos e inferir el sentido general de las mudanzas en gestación, para entender dónde y cómo se han iniciado los procesos germinales de cambio y qué pueden significar para el porvenir.

Ibarra consigna temas donde el cambio se percibe con más claridad. Por ejemplo, es una verdad que ahora Estado y mercado resultan falibles, pero no necesariamente excluyentes; que la premisa del equilibrio presupuestal y las políticas monetarias deben ser revisadas; que la globalización basada en los desequilibrios comerciales, la alta movilidad de la inversión y los recursos financieros golpea a los salarios respecto de las utilidades en el mundo; que la buena nueva no es reducir la pobreza aumentando la desigualdad; que la reconfiguración de los centros de poder económicos del mundo pasa por el fortalecimiento de Asia, cuyo éxito marcaría el regreso a las políticas industriales.

Como corolario –concluye–, el Estado mínimo deja de ser aspiración viable o razonable en términos económicos y políticos, así como la confianza en la capacidad autocorrectiva de los mercados, pero lo más importante es que tal mudanza no será restauración del pasado, sino expresión en el tiempo de una revolución institucional e ideológica que apenas asoma al mundo. ¿Tendremos, al fin, un paradigma a la altura de la esperanza humana?

PD. Con un saludo a los lectores, trabajadores, periodistas y colaboradores de La Jornada por este merecido 25 aniversario ejerciendo la crítica.