Opinión
Ver día anteriorMartes 15 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El grito de los gobernantes
N

o nos engañan: Woody Allen filmó en el aeropuerto de la ciudad de México y en Iztapalapa. Juanito se larga con un puesto perteneciente a la clase política y todos lo persiguen para que devuelva su palabra (3 mil millones de pesos anuales), y el antiguo fanático de la resistencia civil creativa quiere engañar y ya no ser engañado; desconoce a quien lo creó; argumenta que el pueblo manda, como se lo dijeron una y otra vez; unos lo aconsejan para que entregue el poder y otros lo mal aconsejan para que no. Juanito se cansó de la base.

En el aeropuerto, Jomar –un pastor que pudo ser un rabino según la tradición de las comedias de Woody– secuestra a las otras iglesias el derecho a hacer augurios y lo maldicen, pues consideran que la iglesia oficial es la propietaria de la fe nacional y la única con derecho a secuestrar las creencias divinas desde la conquista de México. Todos se indignan contra el pastor loco que vino a revelarnos que vivimos en el desastre. ¿Por qué en vez de anunciar un terremoto no nos advirtió del terrorismo fiscal?

Pero, más allá de la película que se rueda y nos hace reír, hoy se inician los festejos hacia el bicentenario de la Independencia y, como hace 100 años, el oficialismo apunta a los discursos floridos, la palabra de los poetas, las fiestas y a bañar la obra pública con el recuerdo de la Revolución y la Independencia. No obstante los augurios de que el primero de enero de 2010 se cumplirán todas las profecias sobre la necesidad de un nuevo levantamiento, que, al igual que el que desencadenó la revolución francesa, bastaría con las razones fiscales o de representación por encima de la clase política para justificarlo.

La revolución francesa dio inicio como una revuelta en contra de impuestos para cubrir el déficit presupuestal de la monarquía, que apoyó la independencia estadunidense como parte de su guerra contra Inglaterra. Las ideas americanas se le vinieron encima a la decadente monarquía francesa y los estados generales se transformaron en una Asamblea Nacional soberana: nada de esto pasa aquí.

La tragedia de México es que nadie ofrece una salida clara frente al desastre. Las opciones y alternativas están en un vacío que nadie llena, mientras todos pasean la guillotina para acabar con el contrario. Todos saben decir no, pero nadie dice para dónde sí. Es un momento extraño: no existen las derechas, las izquierdas ni los centros, sino la caricatura y la comedia. El país es un enorme atole con el dedo.

A un año de nuestro bicentenario y centenario repunta el virus A/H1N1, y el discurso de la escasez de agua se viene abajo ante las inundaciones, y si hace unos días los ciudadanos cerraban calles para pedir agua, ahora demandan bomberos para sacarla e indemnizaciones por las pérdidas. La clase política mexicana hoy, al igual que la nobleza de ayer, es incapaz de ofrecer un mínimo de orden y, por tanto, los poderes federales, estatales, municipales, legislativos y judiciales, y los partidos guerrean entre sí para acusarse de todo y no responsabilizarse de nada.

Luego de 15 años de haber entrado en la modernidad, hemos llegado al desastre y quienes nos la prometieron, como Carlos Salinas, ahora regresan, teniendo como fuerza el fracaso nacional; el viejo régimen reaparece envuelto en las guirnaldas de la victoria, ratificando que el antiguo absolutismo tricolor es la única patria posible.

Los intelectuales buscan un salvador para guiarse y, renunciando a la crítica, intentan salvarse ellos, ya que son tan responsables de lo ocurrido como los políticos actuales. Se espera el estallido redentor, pero nadie quiere perder el subsidio, la beca o la despensa que tiene. La crisis no parece hacernos arriesgados ni reformadores, sino conservadores de lo que nos queda. Buena parte del país es prófuga de los bancos que persiguen tarjetahabientes; las cárceles están llenas y proyectan construir más. Debatimos y luchamos por lo que ya nos gastamos, no por lo que deberíamos construir.

Gritar en estas fechas es una tradición gobernante: lo hacen para convocarnos a la libertad, la justicia, la democracia y la independencia; pero todos sabemos que son mentirotas, pues hoy esos valores son los más escasos en el país que tenemos. Los balcones oficiales dan miedo y risa. Las plazas están amenazadas por el terror sin rostro. Los mexicanos estamos inmersos en una guerra por la disputa entre las disyuntivas reales de un narco-Estado derivado del gran negocio que impone la ilegalidad y la fuerza del mercado en el norte; estamos entre una actividad paraestatal y monopólica, o una de microempresarios dedicados al narcomenudeo como decía La Tuta.

Lo único organizado en el país es el crimen en todo caso. La política no, la economía tampoco ni las fiestas del bicentenario ni el centenario. Nada.

Somos un país pobre que carece hasta de la dignidad para reconocerlo. Creíamos que bastaba con tener petróleo, pero ahora, como herederos en bancarrota, somos miserables al no reconocerlo. El país está en regresión… Y festejamos.