Opinión
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34 Festival de Toronto

Bajo la sombra de los antepasados
T

oronto, 17 de septiembre. Una de las películas con mayor demanda en las funciones de prensa e industria fue la israelí Levanone (Líbano), por haber obtenido el León de Oro en Venecia el pasado fin de semana. Situado en la guerra del país titular de 1982, el primer largometraje de Samuel Maoz se limita al interior de un tanque y sus cuatro ocupantes durante una primera incursión a una aldea libanesa. Sólo vemos el exterior a través del visor del artillero, lo cual ciertamente intensifica la claustrofobia del planteamiento.

Sin embargo, la originalidad del enfoque es contrapesada por el hecho de que los personajes son todos viejos clichés de la cinta bélica: el comandante de carácter débil, el novato no familiarizado con su equipo, el artillero dubitativo a la hora de matar al prójimo y, sobre todo, el soldado quejumbroso y tenso, pues le faltan pocos días para cumplir su servicio. Maoz invierte la mayor parte de sus encuadres en grandes acercamientos a los rostros sudorosos de sus personajes, pero es incapaz de situar su posición exacta dentro del limitado espacio del tanque.

Aunque la decisión de cualquier jurado siempre es respetable en tanto que totalmente relativa, cuesta trabajo creer que no hubo una película más meritoria del gran premio en la competencia veneciana de este año.

Quien sí sabe aprovechar los espacios confinados es el francés Jacques Audiard en Un prophète (Un profeta), su quinto largometraje y merecedor del Grand Prix en Cannes este año. La descripción fría y metódica de cómo un delincuente de origen árabe aprende a ascender en la jerarquía de la cárcel confirma que Audiard es el heredero natural del gran Jacques Becker, al filmar películas sobre crimen y castigo con una dureza que nunca parece estudiada. La película también evoca a Santana, americano yo, de Edward James Olmos, en su violenta demostración de que las reglas del género gansteril también aplican detrás de las rejas.

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Natalie Portman en la gala de la presentación de Love and other Impossible Pursuits en el festival de TorontoFoto Ap

No conozco la obra previa del italiano Luca Guadagnino, pero su Io sono l’amore (Yo soy el amor) evidencia una deuda formal y temática con otro clásico, Luchino Visconti. Que la comparación no sea desproporcionada habla bien de los logros de la película, situada en el seno de una rica y aristocrática familia milanesa, dueña de una fábrica textil, que se muestra segura en el dominio de sus propiedades y miembros. Sin embargo, empiezan a aparecer fisuras, sobre todo cuando la madre (la infalible Tilda Swinton, hablando italiano y ruso de manera convincente) comienza un apasionado amorío con un amigo de su hijo mayor.

Guadagnino retrata ese mundo privilegiado con elegancia formal que a veces coquetea con lo relamido –en especial, durante una escena en que los amantes hacen el amor al aire libre, en una especie de canto sinfónico al orgasmo de ella. La música del compositor John Adams, sugestiva cruza entre Michael Nyman y Elmer Bernstein, le entra al quite en varias ocasiones y es el apoyo principal en el gran final operístico, en que la protagonista enfrenta a toda su familia después de una tragedia.

Si de por sí los días finales de cualquier festival se caracterizan por la partida adelantada de la mayoría de la gente de los negocios, es decir, compradores y distribuidores, la crisis económica ha agudizado ese fenómeno. Esta vez, el mercado empezó a vaciarse desde el martes. Eso no ha disminuido en nada la asistencia a los cines pues, como se ha señalado año tras año, no hay público más cinéfilo que el de Toronto. Hoy, un taxista me lo comprobó al afirmar que es durante el festival cuando tiene más chamba. Es mejor que la Navidad, me dijo.