Opinión
Ver día anteriorSábado 19 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Modernismo o moda?
D

esde hace varias décadas, la moda de las readaptaciones de obras clásicas se ha impuesto con el pretexto de la modernización, concepto tan ambiguo como engañoso.

Se conoce la célebre Querella de los Antiguos y los Modernos que en el siglo XVII, en Francia, llevó a la controversia que enfrentó a los partidarios de la superioridad de las obras clásicas griegas y latinas, consideradas inigualables y necesariamente mejores, con los partidarios de las obras modernas de los autores franceses de la época, Molière, Racine, quienes no eran aún considerados clásicos.

Hoy, tal querella no tendría sentido. Todo debe ser moderno. El más reciente modelo de refrigerador, el corte de pelo, el último sistema Internet, las novelas a la moda.

El único inconveniente de la moda, de la cual la palabra moderno no es sino una derivación etimológica, es que pasa tan pronto como llega. Apenas acaba de instalarse, desaparece a causa de una nueva moda. No es un inconveniente para todo mundo, es una oportunidad ideal para los industriales y comerciantes que venderán más productos si el poder de las campañas publicitarias impone a los consumidores el deseo de renovar constantemente sus compras para seguir el último grito de la moda.

El fenómeno no es nuevo. Lo novedoso es que esta estrategia, la cual hasta hace algunos años había exceptuado lo que aún podía llamarse la literatura, se ha apoderado de ella.

Un libro se ha convertido en un producto como cualquier otro, colocado en las tiendas entre las botellas, las revistas, los discos, los paraguas, objetos destinados a venderse lo más pronto posible con el propósito de vaciar los almacenes para la dicha del comerciante.

Una imagen bastante cruel conoce hoy el éxito que se reserva a las ocurrencias pertinentes: se habla, así, de los libros kleenex. Se puede reír de esta agudeza, lo que es siempre la mejor reacción, siguiendo la frase de Beaumarchais, quien puso en la boca de su Fígaro: Me doy prisa en reír, para no verme obligado a llorar.

Puede también plantearse una cuestión. Si un libro es un producto vendible entre tantos otros, ¿qué significa la palabra literatura? Me permito hacer la pregunta, grave o frívola, a los calificados eruditos que, no tengo duda alguna, se cuentan por miles entre los lectores de este diario.

Octavio Paz, de paso por París hace ya varios años, al encontrarnos en una esquina de la rue Jacob, nos preguntó: Y bien, aquí, ¿qué hay de nuevo? Jacques Bellefroid respondió: “Como nadie sabe con exactitud qué puede significar, bien a bien, ‘moderno”’ la moda ha pasado a lo ‘posmoderno”. Risa franca de Paz. Silencio amigable. Risa y silencio valen más que conferencias.

Una nueva moda es quizás reveladora a propósito del sentido de este concepto oscuro: posmoderno: la manera en que han sido adoptadas, para el cine o la televisión, obras célebres. Se trate de Shakespeare, Dumas, Molière, Hugo, Agatha Christie o Simenon, el nombre de estos autores no se cita sino a título de publicidad: se trata de utilizar un nombre famoso.

La adaptación nada tiene que ver con la obra original. Está modernizada. Hamlet viste pantalones de mezclilla, D’Artagnan saca su pistola con más rapidez que John Wayne, Berenice es interpretada por un musculoso hombre.

Los personajes de Agatha Christie obedecen a la paridad sexual, religiosa y otras de la actual política correcta. Los de Simenon hablan anacrónicamente de la elección de Obama.

Estas readaptaciones, verdadera desviación del espíritu de la obra bajo el pretexto de búsqueda modernista, plagadas de sospechosos cambios y que permiten ganar a sus autores derechos inapropiados, obedecen más bien hoy a la censura y a la propaganda de la política conforme que se impone en el mundo.

Pronto desparecerán los cigarros de Bogart y la pipa de Maigret. La heroína de La fierecilla domada convertirá a su amado en un defensor del feminismo. Y en Troya será abolida la esclavitud por Agamenón.