Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de septiembre de 2009 Num: 759

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Juan Bañuelos y otras cuestiones
MARCO ANTONIO CAMPOS

Mariano José de Larra: las andanzas de un dandy
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

El regreso en '34 y la muerte en '49: dos efemérides de José Clemente Orozco
(1883-1949)

ERNESTO LUMBRERAS

Espiritualidad y símbolos, novedades antiguas
RICARDO VENEGAS entrevista con JULIÁN CRUZALTA

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Verónica Murguía

Un pudor extraño

Muy pocos de nosotros nos atrevemos a decir que alguien es malo. Mala persona, mala gente. No importa si el individuo en cuestión es el Mochaorejas o Kamel Nacif, uno tiende a decir con, al menos de mi parte, falsa ecuanimidad: fulano es un criminal. Pocas veces, y generalmente en la prensa amarillista, donde no se puede encontrar un juicio sensato o decente y los adjetivos están puestos al servicio del morbo más detestable, se usa la palabra malo. Le buscamos sinónimos –delincuente, enfermo–; explicaciones –descomposición social, ignorancia– y atenuantes: pobreza, marginación. Me temo que estas tibias perífrasis no son suficientes. Si esto fuera verdad, en los países ricos no habría crimen. Basta leer un periódico para enterarse de que sí hay, y mucho. En Estados Unidos, para no ir más lejos, la segunda causa de muerte entre los jóvenes negros es por arma de fuego. De la guerra contra Afganistán e Irak, esa farsa genocida, ni hablo, pero ni el más norteado me diría que hay algo bueno en la destrucción total de dos países.

Por supuesto, la pobreza ayuda. Pero si pensamos un poco veremos que los peores criminales suelen ser poderosos, y para ser poderoso en este mundo hay que tener dinero.

Se dirá que los criminales y los malvados no tienen educación. Esto, me temo, es una ingenuidad. Como decía la publicidad de la escalofriante novela Las benévolas, de Jonathan Liddell, tampoco la cultura es sinónimo de salvación. Muchos nazis tenían una educación razonable, más cultura de la que tiene la mayoría de la gente en México, y eso no les impidió participar, con plena conciencia de su maldad, en uno de los crímenes más abominables de la historia de la humanidad.

Lo que pasa, al menos entre la gente que conozco, es que hablar del bien y del mal nos da vergüenza, tal vez porque el uso indiscriminado de estas dos palabras tiene ecos inquisitorios y moralistas. Cuando alguien acusa a otro de ser malo, suele asociarse al acusador con un ignorante cerril, un religioso trasnochado, un cursi. Un derechista.

Nadie quiere que lo confundan con un miembro de Provida o con Martha Sagahún, una arribista malvada, sin un ápice de decencia, que sin empacho buscaba a toda costa –y sufragando su búsqueda con dinero del erario– la aprobación de la Iglesia , esa gran despachadora de etiquetas que rezan bueno o malo. Todos sabemos que para la Iglesia muchas cosas neutras y soberanas son malas (el divorcio, el condón, la homosexualidad, algunas áreas de la investigación científica), y muchas cosas malas son, si hay dinero de por medio, pecados dignos de absolución o equivocaciones inocentes. Si entre estos pecados está la muerte de miles de seres humanos, basta con que el malvado sea un mocho repelente como Francisco Franco, para que la Iglesia se tape los ojos y le extienda la mano. Lógicamente, cualquiera con dos dedos de frente desea alejarse de esta hipócrita postura, compartida por las otras grandes religiones y las ideologías absolutistas, esos torcidos sucedáneos de la religión que cambiaron los pecados, pero no los métodos de persecución y castigo.

En estos días negros oímos hablar mucho del crimen, pero poco del mal, del odio de clases, de la rabia acumulada, de la misoginia. Los políticos mienten y se pavonean, los criminales matan y presumen de su crueldad, y detrás hay, siempre, alguien con una idea genial para hacer dinero con la desgracia. Estos últimos convierten todo esto en ratings, campañas publicitarias o políticas que azuzan o espantan a la gente, locutores disfrazados de periodistas que pontifican desde su noticiero, sin responsabilidad y sin ética. Todos más malos que la peste.

Tal vez sea hora de retomar, con sobriedad y sin estridencias, el problema del bien y del mal: un problema cuyas raíces no han podido desentrañar ni las ciencias sociales, ni las naturales. Rodeados de violencia, predispuestos biológicamente a ser violentos, parecería que la solución es inalcanzable, pero tal vez no es así. La historia de la civilización es el registro de nuestros intentos por educar a la bestia que somos. Ni las leyes, ni las religiones –tan desvirtuadas–, ni la ciencia han podido paliarlo, tal vez porque la solución está en la voluntad del individuo. Cada quien debe asumirlo. El mal es el problema más arduo, más complejo de nuestras vidas. Si le ponemos otros nombres, menos manoseados o alarmantes, no desaparece. Sólo nos hacemos bolas.