Opinión
Ver día anteriorLunes 21 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La ilusión restauradora
"A

quí estamos los priístas para poner de nuevo a México de pie", dijo un tal Levín en el Congreso al estrenarse la nueva legislatura. Fue un traspié. Sólo los priístas y sus cómplices viven de rodillas, esperando las instrucciones superiores que pueden o no ordenarles que se pongan de pie. Pero la frase forma parte de la campaña propagandística sobre el regreso del PRI. Lo ocurrido en estas elecciones sería anticipo de su triunfo inevitable en 2012. No sólo lo dicen los priístas. Muchas personas empiezan a creerlo, sea que lo vean como promesa o amenaza.

Es cierto que, si llegan a celebrarse elecciones en 2012, las podría ganar el PRI. Utilizaría las mañas que empleó desde su nacimiento. Pero no es posible la restauración. Lo que era ya no es. Habría otra cosa.

El PRI original, en tres membretes sucesivos, fue una creación del gobierno que cumplió diversas funciones para los poderes constituidos: oficina electoral, dispositivo de control social y político, mecanismo de desahogo de tensiones y contradicciones entre grupos de poder…

A lo largo de su accidentada vida, este aparato sufrió todo género de transformaciones y mutaciones, tanto en su orientación ideológica y política como en sus estructuras y formas de operación, pero se mantuvieron sin cambios dos principios inmutables de funcionamiento: el sagrado principio de obediencia a la voz del amo (lo que no implicaba necesariamente lealtad al amo en turno) y la fusión plena de partido y gobierno.

Carlos Salinas utilizó plenamente estas normas de operación del sistema para desmantelarlo. Por eso decía que no había cometido el error de Gorbachov: utilizó todos los instrumentos autoritarios del antiguo régimen para imponer la reforma económica neoliberal. Sólo inició la política cuando no le quedó otro remedio, a raíz del levantamiento zapatista. Una y otra vez ordenó a todos los cuadros priístas: Pónganse una pistola en la sien. Sí, señor presidente, le contestaron. Disparen, les ordenó. Y dispararon. Se inmolaron y la reforma política quedó inconclusa.

El gerente Zedillo, el asesino de Acteal, se ocupó de administrar los restos del sistema para entregarlo irresponsablemente a los poderes fácticos y a sus nuevos representantes. Los priístas transformaron su desconcertado desconsuelo en un empeño de reconstrucción a escala menor. Apelaron a su condición mafiosa tradicional para utilizar con autonomía feudos municipales, regionales, estatales y gremiales, en los cuales siguieron aplicando sus principios inmutables: fieles a sus hábitos, a su historia, obedecían ahora a los amos locales, en los que todavía se observaba la tradicional fusión de partido y gobierno, aunque se tuviera ya acceso limitado o indirecto a los recursos federales.

El antiguo PRI quedó así reducido a franquicia, cuyos concesionarios disputan interminablemente entre sí para conquistar alguna forma de hegemonía y sólo unen fuerzas, en forma transitoria y efímera, para sus periódicas negociaciones colectivas con el gobierno federal, ante amenazas que exigen solidaridad (por ejemplo para proteger a los Ruiz o a los Marín), o para compartir sueños de restauración.

Son sólo sueños. El salinero que hoy circula por el PRI no es el regreso del amo, que ya no tiene las facultades que tenía. Si se cumple la pesadilla y un miembro del PRI ocupa la Presidencia de la República, no estaría ya en la silla imperial de sus antecesores. Hay otro país en otro mundo.

En la economía, Miguel de la Madrid controlaba dos terceras partes de una economía cerrada. El sector público era decisivo. Desde Fox, tras la privatización, el sector público representa una quinta parte de una economía muy abierta, lo que implica que ya no se decide en el país lo que pasa en ella.

El cambio es más claro en lo político. Un presidente priísta controlaba gabinete, partido, Congreso, Poder Judicial e indirectamente hasta el último rincón del país, a través de organizaciones mafiosas. Fox no controlaba ya ni la casa presidencial. Un presidente priísta intentaría recomponer la estructura, pero le resultaría imposible: ya no tendría con qué.

Tiene razón don Porfirio El Tránsfuga: Felipe Calderón podría traducir su incapacidad de gobernar en renuncia, dando así cauce a la pospuesta transición política. Pero ni él tiene esa dignidad ni los operadores del mecanismo pueden ocuparse de esa tarea, entretenidos en sus disputas menores o anticipando vísperas.

En los próximos meses, PRI, PAN, PRD y la morralla seguirán con sus disputas internas e intercambiando prebendas por favores, mientras el país sigue cayendo a pedazos. Acordarán fuegos de artificio sobre reformas y planes de emergencia. Nunca podrán entender por qué fueron tratados como la chatarra política que son cuando llegue el momento, que se prepara desde abajo y a la izquierda.