Opinión
Ver día anteriorSábado 26 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Desalojo en La Jungla
E

n la madrugada del 22 de septiembre pasado, 500 elementos de la policía antimotines francesa ocupaban el campo de refugiados de Calais, en el extremo norte del país, frente a las costas de Gran Bretaña. La ocupación duró horas, sin duda las necesarias para detener a 278 migrantes (lo cual habla claro de las relaciones de fuerza que el gobierno francés quiso imponer), secuestrar los bienes de éstos y arrasar con todo lo que encontraron a su paso, incluida una improvisada mezquita que los migrantes habían construido.

El operativo policiaco llega al final de largos meses en los que autoridades tanto inglesas como francesas exigían el cierre de lo que definieron un refugio para los traficantes de personas. Sin embargo, la realidad es que el desalojo es también la etapa final (?) de un largo proceso de acotamiento de los espacios de movimiento y de las posibilidades ya de por sí precarias de los miles de refugiados que buscan en Europa la protección que no encontraron en su tierra natal.

La creación del campo de refugiados en Calais, irregular e improvisado, por cientos de ciudadanos migrantes con la ayuda de la sociedad civil francesa, fue consecuencia del cierre del campo de refugiados de la Cruz Roja (este sí en mayúsculas, pues era un campo oficial) ordenado por el entonces ministro de Interiores, Nicolas Sarkozy, quien hoy es primer ministro de Francia. La línea a seguir sigue siendo la misma: desalojar, acotar espacios, quitar derechos, reprimir esperanzas, destruir presentes, borrar la existencia de estas personas.

Pero en este caso específico, los datos por revelar son muchos más. Los residentes del campo, también llamado La Jungla, eran todos de origen afgano e iraquí. Este aspecto nos permite afirmar que la violencia y la brutalidad utilizadas en esta ocasión –aspecto absolutamente usual en estos casos– pasa de ser un acto aislado y se adscribe sin duda a la guerra que los gobiernos europeos le hacen a las poblaciones civiles de esos países. Es por esta razón que la violencia dirigida a los 278 afganos e iraquíes se tiene que leer junto a los bombardeos que los europeos ayudan en llevar desde hace ya ocho años en aquellos países: Afganistán e Irak. Resulta aún más grave si pensamos que estas personas, hoy desalojadas, detenidas, golpeadas, rechazadas, deportadas, encarceladas, son personas en fuga. Seres humanos que una vez más se encontraron en lugar equivocado y en el momento equivocado. Ciudadanos que decidieron escapar de la guerra, para no entrar a ser parte de los llamados efectos colaterales, y desde ese entonces son fugitivos, porque su lugar siempre es equivocado, pues nadie los quiere.

Escaparon, la mayoría de ellos, cruzando por Irán, país que no precisamente reconoce los derechos de los refugiados, o cruzando la frontera con Turquía, cuyo gobierno no tiene miedo en encarcelar y deportar a los extranjeros no deseados. De allí a través de Grecia o Italia, para lograr cruzar clandestinamente, a la vieja Europa. Los que sobreviven al largo viaje, logran llegar a Calais, último puerto antes de subir ilegalmente a un barco rumbo al sueño inglés. Seguir en el camino, ir hacia adelante, siempre y de todas formas, no es sólo una elección. Es una obligación, pues nadie los quiere, nadie los acepta, nadie les ayuda. Y así el destino te empuja cada vez más hacía un horizonte posible –el refugio en Inglaterra o en Europa– pero absolutamente no certero.

Lo anterior ya es terrible de por sí. Sin embargo, lo peor de estos casos es el dato objetivo que muchos de estos refugiados son menores de edad. De los 278 desalojados y detenidos, 132 eran niños. Las proporciones de este caso tan específico reflejan con tremenda precisión a las proporciones de refugiados que hoy en día se escapan de Afganistán, muchos de ellos menores de edad, que rehúsan del reclutamiento forzado de los talibanes, que huyen de las bombas que los aliados de la OTAN les lanzan asegurándoles que se trata de píldoras de democracia.

Frente a los ataúdes que regresan a los cuerpos de los militares aliados a su patria, lloran las autoridades europeas y estadunidenses. Lloran, prometen venganza y rinden honores. Las vidas de estos soldados –en su mayoría voluntarios– son de primera clase. La vida de estos refugiados, al contrario, asumen los contornos de vidas no humanas para las cuales la guerra no tiene frontera alguna. Está en todas partes. Sus lágrimas, sus gritos y sus desesperaciones, retraídas puntualmente por los medios de comunicación presentes al operativo de limpieza étnica organizado por el gobierno de francés, no cuentan.

El desalojo de La Jungla, último episodio represivo hacia los refugiados, es también el último capítulo en la estrategia de la UE para destruir y vaciar el inalienable derecho al asilo y a la protección. Es por esta razón, porque son personas que tienen el derecho a la protección del estado y de la comunidad internacional, que resultan ser personas de sobra, pues no se pueden ilegalizar, es decir transformar en clandestinos fácilmente sujetos de chantaje laboral. Estos refugiados son personas que cuestan dinero a los gobiernos que les ofrece protección, por eso son poco rentables y mejor rechazarlos, desalojarlos y deportarlos.