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EI último suspiro del Conquistador / IV

D

urante el sobrevuelo del Atlántico en dirección al oeste, Jacinta y Andrés evitaron hablar de lo que harían al llegar al Distrito Federal. Bastante tenían ya con su historia apasionada y absurda que en un abrir y cerrar de ojos había trastocado sus vidas, y ninguno de ellos quería entrar en discusiones ni tocar asuntos escabrosos que pudieran alterar la inmersión en el idilio.

Ella había abandonado sus estudios de maestría y él había desertado de su doctorado, y habían pasado dos semanas encerrados, hablando y transitando de la penetración a la compenetración, en el pequeño estudio parisino de Andrés –por el rumbo deprimente de la Goutte d’Or– y éste no sabía a ciencia cierta la razón de ese disparate. Jacinta le había relatado la historia de un frasco que ella había robado a un chamán del sureste y en el que, ella decía estar convencida, había una materia desconocida y misteriosa; según su propietario original se trataba del alma de un difunto, y ella pensaba que el difunto era nada menos que Hernán Cortés. Más aun, las tradiciones de los enfrascadores de almas sostienen que el fallecido puede ser devuelto a la vida si se espera el tiempo suficiente para que el gas contenido en el recipiente logre, por sí mismo, un estado líquido, y se le pone entonces en contacto con un fragmento de hueso del muerto.

Hasta antes de encontrarse de manera casual con Jacinta en la estación de trenes de Montparnasse, Andrés habría tomado toda la historia como una hermosa superstición. Narrada por Jacinta, sin embargo, adquiría un aire de verosimilitud que chocaba con las certezas científicas y racionalistas que lo habían inclinado, casi desde niño, por las ciencias duras. Mientras apuraba las horas del vuelo París-México, Andrés ya no sabía si había tirado por la borda sus planes de vida para estar con Jacinta porque la loquera del alma de Cortés le resultaba fascinante o bien si Jacinta le gustaba tanto que la atracción hacia esa mujer, que dormía a su lado, hecha ovillo en el asiento de clase turista, lo había llevado a creer el cuento y a abandonar su carrera.

Jacinta, por su parte, no se hacía líos: estaba segura de poseer un objeto extraordinario o, cuando menos, lleno de alguna materia hasta entonces desconocida y tenía la certeza de que, fuese lo que fuese, daría pie a una revelación trascendental, mucho más importante que la culminación de una incierta maestría en el extranjero; por otra parte, había conocido, de manera providencial, a un hombre que le encantó desde el primer golpe de vista y que, para colmo de su dicha, podía ayudarla a desentrañar el misterio del frasco. Había logrado integrar en una sola fórmula las que, por entonces, constituían sus aspiraciones principales, y era feliz.

* * *

–¿Habré de ver el paso de los siglos? –le preguntó un día, con la inquietud embozada y con la mirada hacia otro lado.

–No vas a tener tus ojos para ver –respondió Tomás. Aquel indio siempre le había dado miedo; un miedo más hondo que el provocado por el mar, pero no más intenso que la cercanía del combate. Por eso nunca podía verlo a los ojos. Muchas veces se había sentido tentado de dejarlo encargado en alguno de los muchos poblados por los que había pasado, en son de paz o de guerra; había hecho planes para asignarle una hacienda menor y un señorío ínfimo; había soñado con mandar que le cortaran el cuello o, cuando menos, que le sacaran los ojos para no enfrentar nunca más aquella mirada pequeña y brillante que salía de un fondo de oscuridad. No habría de ser la primera ni la última vida ni la última facultad arruinada en aras de la Corona y de su propio provecho.

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Pero Tomás le daba miedo, y él, Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano, conocía la importancia del miedo. En Salamanca, en sus años de escolapio, había leído algo de Aristóteles y el filósofo dijo que el temor, al igual que la alegría y el enojo, son movimientos del alma. Motivos para la alegría y para el enojo había tenido de sobra, pero el miedo, en su vida, le había llegado siempre en dosis fugaces y concentradas, y Tomás había venido a convertirse en el ancla de un miedo al que necesitaba tener siempre presente como uno de los motores del alma. Además, tenía presente la promesa de inmortalidad que el brujo le había hecho.

–¿Cómo podré estar a mis anchas si me llego a hallar prieto en un frasco? –inquirió en otra ocasión, con una voz acerada que disimulaba la zozobra.

–Tú no vas a caber en el frasco. En el frasco va estar sólo tu piixán, que es tu ánima. Y esa no va a sentir nada –respondió el indio, impasible.

* * *

Después de pasar por Migración y por la aduana del aeropuerto, Jacinta le preguntó a Andrés a bocajarro:

–¿Con quién vives?

De primera intención él no supo qué contestar porque ya no lo tenía claro: había vivido solo en su última etapa en México, había vivido solo en París, y ahora...

–Contigo –le vino la ocurrencia.

–Ya sé –replicó ella, como si escuchara una obviedad. Quiero decir, con quién vives en México.

–No vivo... no vivía en México.

–Pues yo tampoco. Desmonté mi departamento cuando me fui a la maestría, así que tendremos que buscar dónde vivir. Un hotel, por lo pronto.

Andrés no se opuso y siguió haciendo lo mismo que en las dos últimas semanas: dejarse llevar. Cada uno de ellos traía consigo, además de las maletas, cajas con libros y papeles, además de objetos varios acumulados durante sus respectivas estancias en Europa. Jacinta determinó que irían a un hotel del centro de la ciudad, que allí dejarían la ropa y los objetos de limpieza personal y que luego se dirigirían a la casa de sus papás, en la colonia del Valle, para depositar allí el resto de las cosas en tanto encontraban un departamento.

–Está el cuarto de servicio, que sirve de bodega –explicó. Y además, ahí tengo guardado el frasco.

Se apearon frente a una casa de jardincito frontal con pórtico de ladrillos perfectamente maquillados de rojo. Jacinta tocó el timbre y poco después su madre salió a recibirlos. Emitió un grito de alegría sorprendida al ver a la hija y, cuando reparó en la presencia de Andrés, torció la ceja en un gesto de extrañada cordialidad y de anticipado visto bueno. Se le atragantaron las preguntas y Jacinta no le ayudó.

–Después te explico, mamá –dijo, con impaciencia. Mira, él es Andrés. Tuvimos que regresar por una investigación urgente. Ya te vamos a platicar despacio. Por ahora, no vamos a darte lata; sólo vamos a dejar nuestras cosas por unos días en el cuarto de servicio, y voy a recoger allí otras que...

–¡Ay, hija, qué suerte! –interrumpió la mujer. Justo ayer terminé de escombrar el cochinero que había allí.

Jacinta se quedó un momento paralizada y luego, sin decir palabra, jaló la mano de Andrés, lo remolcó por un pasillo de servicio y lo obligó a seguirla, peldaños arriba, por una vieja escalera metálica de caracol que terminaba en una puerta metálica. Corrió el cerrojo, abrió con rabia contenida y entonces ambos se asomaron a una pequeña habitación en la que había un sofá cama, unos cuadros apilados, y nada más. Ella se quedó flácida de golpe y no pudo más que musitar:

–Ay, no.

(Continuará)